«Cuando uno ve a los hombres cómo son y no tiene esperanza de salvarlos, es decir, de cambiarlos, y no puede vivir como viven ellos porque es muy de otra manera, y no consigue amarlos porque los cree condenados a la infelicidad y maldad eternas, y para él los brutos serán brutos siempre, y los cobardes siempre cobardes, y los bellacos siempre bellacos, y los sucios más enfangados cada vez en su suciedad, ¿qué otra cosa puede hacer sino aconsejar al corazón que calle y esperar en la muerte?
El problema es éste: ¿son inmutables los hombres, incapaces de transformación y mejora? ¿Puede el hombre santificarse, divinizarse? La respuesta es de tremenda gravedad. Todo nuestro porvenir está en esa pregunta. Incluso entre los hombres que están sobre los demás hombres, los que más han tenido plena conciencia del dilema. Muchos han creído, y creen, que se puede cambiar la forma de vida, pero no el fondo, y que al hombre todo le será dado menos cambiar la manera de ser de su espíritu. El hombre, dicen, podrá ser más dueño del mundo, más rico, más docto; pero no podrá cambiar nunca su estructura moral; sus sentimientos, sus instintos primeros serán siempre los mismos(...).
Otros sienten horror por el hombre tal como ha sido y como es; pero antes de ahondar en la desesperación del nihilismo consideran al hombre como podría ser, tienen segura fe en una mejora del alma y se sienten felices en la divina pero terrible empresa de preparar la felicidad de sus hermanos.
No hay para los hombres, otra elección. O la más desconsoladora angustia o la fe más intrépida. O morir o salvar.
El pasado es terrible, el presente es asqueroso. Demos nuestra vida, ofrezcamos todo nuestro poder de amar y de entender para que el mañana sea mejor, para que el futuro sea feliz. Si hasta aquí nos hemos equivocado-y la prueba irrefutable es que estamos mal-, trabajaremos por el nacimiento de un hombre nuevo y de una vida nueva. Ésta es la única luz. O la felicidad no les será concedida nunca a los hombres, o si la felicidad puede ser nuestra común y eterna posesión-y esto es lo que enseña Jesús-, no la podremos alcanzar más que a ese precio. Cambiar de camino, transformar el alma, crear valores nuevos, negar los antiguos, decir el No a la santidad, al Sí engañador del mundo. Si Cristo se hubiese equivocado no nos quedaría más que la negación absoluta y universal y el voluntario aniquilamiento o el ateísmo riguroso y total-no el hipócrita y manco de los pusilánimes de hoy-, sino la fe operante en el Cristo y el amor que salva y resucita».
Giovanni Papini. Historia de Cristo