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Monseñor Giorgio Marengo es misionero en Mongolia

Entrevista

Giorgio Marengo, el futuro cardenal más joven del mundo: «Al Papa le preocupa mucho la Iglesia en minoría, como la de Mongolia»

Monseñor Giorgio Marengo es misionero, ha visto nacer de la nada a la comunidad cristiana en Mongolia y, a partir del 27 de agosto, será el cardenal más joven de la Iglesia

Monseñor Giorgio Marengo es un misionero de la Consolata italiano, de misión en Mongolia desde 2003, y que ha visto nacer a la Iglesia Católica desde cero. Hace dos años fue nombrado prefecto apostólico de todo el país, y acaba de ser designado para ser creado cardenal. Con el nuevo consistorio, el Papa apuesta por incluir entre los cardenales a obispos de los territorios de misión. De todo ello habla en esta entrevista concedida a la revista Misioneros de Obras Misionales Pontificias.

–El Santo Padre ha anunciado la creación de un Consistorio para la creación de 21 nuevos cardenales, siete de los cuales están en territorios de misión como usted. ¿Qué está queriendo decir el Papa con esto?

–La elección del Papa Francisco demuestra una vez más cuán atento está a la universalidad de la Iglesia y cuánto le importan las realidades en las que vive la Iglesia en minoría y, a veces, incluso en los marginados. Me parece un hermoso gesto misionero el querer involucrar en el colegio de cardenales precisamente a representantes de esas partes de la Iglesia, que no parecen contar pero que pueden contribuir con su punto de vista a la familia de la Iglesia.

–Usted tiene 47 años. ¿Cómo se siente al ser el cardenal más joven del colegio cardenalicio?

–Ciertamente me siento muy pequeño; y con muchas ganas de aprender de cardenales más experimentados que yo, que tienen una vida eclesial muy larga llena de muchas experiencias, y de mucho conocimiento. Así que tengo muchas ganas de escuchar a todos aquellos que tienen más experiencia que yo.

Iniciamos una presencia desde cero, que se ha ido haciendo con el paso de los años

–Usted llegó a Mongolia en 2003, cuando apenas había nacido la prefectura apostólica, así que ha podido ver el nacimiento de la Iglesia allí. ¿Ha visto alguna evolución en la evangelización?

–Llegué a Mongolia como parte del primer grupo de misioneros y misioneras de la Consolata enviados al país. Éramos un grupo que representaba la elección carismática de nuestros dos institutos –que son una sola familia con el mismo fundador– de volver a las raíces de nuestra identidad, que es precisamente la de ser enviados donde la Iglesia no está presente o está en una fase inicial; y donde hay una necesidad real de una primera evangelización. Este es el don que el Espíritu suscitó al Beato Giuseppe Allamano, nuestro fundador, un sacerdote de la diócesis de Turín en Italia.

Desde el principio me sentí parte de un proyecto verdaderamente hermoso que nos permitió vivir nuestro carisma original como hermanos y hermanas en una profunda comunión, muy similar a la sinodalidad tan destacada por el Papa.

–Y después de estos ilusionantes comienzos, ¿qué?

–Después de los primeros tres años tuve la gracia de involucrarme personalmente en la fundación de una nueva misión, una zona del país donde la Iglesia nunca había estado presente. Empezamos en una zona a 430 kilómetros al suroeste de la capital, hacia el desierto de Gobi, y en una situación rural, en la capital de una región. Iniciamos una presencia desde cero, que se ha ido haciendo con el paso de los años.

Primero fundamos una misión y luego una parroquia. Y cuando el Santo Padre me pidió en 2020 que me convirtiera en obispo y prefecto apostólico, teníamos allí unas cuarenta personas locales que a lo largo de los años habían abrazado la fe, y habían recibido el bautismo. Así que en estos años pasados en Arvaiheer –este es el nombre del pueblo donde estuvimos–, tuve la gran gracia de presenciar los primeros pasos en la formación de una comunidad cristiana donde nunca antes la había habido. Y esta gracia verdaderamente grande marcó mucho mi experiencia.

Todo hombre que se abre a Cristo se vuelve capaz de releer su propia identidad cultural a la luz del Evangelio

–¿Cómo es hoy la Iglesia en Mongolia? ¿Cuántos fieles hay? ¿Cuántos misioneros?

–Tenemos alrededor de 1.400 fieles mongoles que componen la totalidad de la Iglesia del país, y 64 misioneros y misioneras ahora mismo. Contamos con 35 religiosas, tres religiosos hermanos no sacerdotes y algunos laicos misioneros. En total, hay diez congregaciones religiosas, dos diócesis representadas por sacerdotes fidei donum y un total de 24 nacionalidades diferentes.

Tenemos diez iglesias públicas reconocidas por el Estado, de las cuales ocho son formalmente parroquias. Contamos con una amplia gama de actividades de promoción social y humana que conforman el 70 % del compromiso global de las obras de la Iglesia en Mongolia. Y entre estas obras estamos sobre todo en el sector de la educación, la sanidad, la asistencia, también la promoción de la cultura local, con dos centros de estudios mongoles y diálogo interreligioso.

–¿Qué aporta la fe católica a la cultura mongol?

–La experiencia nos enseña que todo hombre que se abre a Cristo, se vuelve capaz de releer su propia identidad cultural a la luz del Evangelio; que exalta los elementos positivos que se encuentran en esta cultura y da luz para discernir. Las personas que llegan a la fe aquí en Mongolia traen con ellos historias muy diferentes entre sí, muy fascinantes.

Y es, creo, la alegría más hermosa de un misionero presenciar el florecimiento de la fe en el corazón de las personas, presenciar de manera atónita cómo el Espíritu Santo atrae a las personas a Cristo más allá de todo el esfuerzo que se hace para que esto se dé. La fe sigue siendo un don, una gracia, un misterio.

El perdón mutuo los llevaba a ser más serenos y a vivir su vida con más serenidad

–¿Puede contarnos la historia de algún mongol que se haya encontrado con Cristo y haya sido bautizado?

–Tengo en mente la historia reciente de una pareja joven con dos niñas pequeñas que, hace cinco años, cuando yo era párroco de esta pequeña comunidad en el campo, de repente se acercó un día, preguntando, para formar una amistad más fuerte. Por curiosidad, y por un deseo sincero de profundizar en lo que en sus círculos se describía como una religión extranjera, pero que ellos veían como una creencia que tenía dignidad e importancia.

Y de estos primeros encuentros, a veces en su hogar en su Ger –en la tienda nómada propia de la tradición nómada mongola– o a veces en lugar de la misión; en esos encuentros, nació una hermosa amistad, un compartir que los condujo en primer lugar a frecuentar regularmente la comunidad cristiana, y luego también a formular la petición explícita de comenzar el catecumenado. En la Pascua de este año se bautizaron. Hace dos años que me trasladaron aquí en Ulán Bator, para dirigir la prefectura apostólica, pero ellos continuaron su proceso con los otros misioneros de la Consolata.

Digo que es bonito, porque por ejemplo me dijeron cómo las ideas que recibieron, incluso de las homilías del domingo, intentaron aplicarlas a su vida de pareja. Y se dieron cuenta de que ciertas desavenencias, ciertas peleas que antes pasaban con mucha facilidad, ahora empezaban a saber administrarse mejor, dándose tiempo para la escucha, para el perdón mutuo que los llevaba a ser más serenos y poco más a vivir su vida familiar, en pareja con más serenidad. Y entonces esto fue un estímulo para ellos, para seguir profundizando en su fe, para dar cabida a la relación con Cristo en su vida. Ahora son miembros activos de la comunidad Arvaiheer.

–En estos días se encuentran de celebración...

–Celebramos los primeros treinta años de la Iglesia en Mongolia, lo que quiere decir que los fieles que forman parte de nuestras comunidades son de primera, o a lo sumo, de segunda generación. Es una realidad muy hermosa, pero también muy delicada, porque es precisamente el comienzo del arraigo de la Iglesia en una cultura y en un pueblo.

Me gustaría recordar que estos son los primeros treinta años de práctica de la fe católica en la era contemporánea. Porque, de hecho, en la Edad Media –se sabe por documentos históricos arqueológicos– el cristianismo había llegado a estos lares en la forma nestoriana (que hoy se llama siríaca), como en todo el Asia Central y Oriental. Pero después la fe cristiana se perdió en la sucesión de generaciones por varias circunstancias.

–¿Cuáles son los retos a los que se enfrenta la Iglesia en Mongolia?

–Muchos. Por ejemplo, necesitamos tener un plan de evangelización unitario que favorezca la comunión entre las diversas fuerzas misioneras. De ello hablamos en estos días, que estamos viviendo la semana pastoral de la Prefectura Apostólica de la Iglesia en Mongolia. Y esta semana pastoral nos está dando muchas ideas, porque todos los días nos reunimos en el espíritu de la sinodalidad deseada por el Papa Francisco, a la luz de este importante aniversario, grupo por grupo, categoría por categoría. Una vez los jóvenes, una vez las familias, una vez los misioneros, los trabajadores. Aquí nos escuchamos. Entonces ponemos las cuestiones sobre la mesa y, de hecho, vemos la importancia de tener un plan unitario de evangelización.

–¿Más desafíos?

–Todavía tenemos que completar la traducción de los textos litúrgicos, aunque ya tenemos buena parte del patrimonio litúrgico traducido al idioma mongol, así como la aprobación de la Santa Sede.

Y otro reto es la constante profundización de la fe para quienes ya forman nuestras comunidades actuales. Hay una necesidad de profundizar y de no contentarse con un primer anuncio que tal vez lleva a pedir el bautismo.

También tenemos cuestiones jurídicas, técnicas y de legalidad que resolver, y tenemos todo el tema amplísimo de la inculturación de la fe: cómo ayudar a las personas a expresar su fe en Cristo, desde Mongolia, a partir de su identidad.