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El Papa Benedico XVI en 2005GTRES

Benedicto XVI: fe, razón, Iglesia y política

Benedicto XVI nos recuerda que el cristianismo nunca ha propuesto o impuesto un ordenamiento jurídico derivado de la Revelación

El papel de la fe y razón en la comunidad política y, por tanto, los derechos de la Iglesia católica en la vida pública han sido cuestiones de permanente reflexión por parte de Benedicto XVI. Hay dos célebres discursos suyos en dos sedes del poder legislativo, uno ante el Bundestag (2011) y otro en Westminster Hall (2010), que de alguna manera condensan su pensamiento sobre estas cuestiones y que querríamos recoger en este artículo.

En el discurso ante el Bundestag Benedicto XVI reflexiona sobre los fundamentos del estado liberal de derecho y en el discurso en Westminster reclama el papel fundamental de la fe y, por tanto, de la Iglesia católica en el proceso político. ¿Qué enseñanzas nos transmite Benedicto XVI en estos dos discursos?

La finalidad de la política es la justicia

«La política deber ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz»; el éxito de un político debe estar «subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho» nos dirá Benedicto XVI. Por eso «servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político».

Aquí Benedicto XVI nos delinea una primera enseñanza: la autoridad, el poder político, deben estar al servicio de la justicia. Y por eso, en su discurso nos recuerda la petición que hace Salomón a Dios: « Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y el mal».

Dos elementos me parecen relevantes en esta petición. Por un lado, el reconocimiento que el pueblo que debe gobernar Salomón, no es suyo, es de Dios. Claramente el pueblo de Israel es el pueblo elegido, pero desde la Redención sabemos que toda la humanidad ha sido elegida, por eso ese concepto es aplicable hoy a todos los pueblos. Los pueblos no son de sus gobernantes sino de Dios y, por tanto, los gobernantes deberán responder ante una autoridad superior, la de Dios, por cómo cuidan de Su pueblo. No son dueños, son vicarios de Dios.

Por otro lado, el reconocimiento de Salomón de que el bien y el mal es algo objetivo, algo externo a él, algo que no puede decidir él sino que hay que descubrir, respetar y proteger.

Estamos por tanto en un paradigma alternativo a la democracia liberal en que vivimos, donde los gobernantes se consideran autónomos respecto de cualquier realidad externa y superior; donde creen que lo bueno y lo malo es lo que ellos deciden y donde el fin primordial del político es el mantenimiento del poder más que la promoción y defensa de la justicia.

¿Qué es lo justo?

Esta es la gran pregunta del ejercicio de la autoridad: ¿es posible conocer lo justo? ¿es posible distinguir entre el bien y el mal, entre el verdadero derecho y el derecho sólo aparente?

Benedicto XVI no rechaza el uso del criterio de la mayoría a la hora de regular múltiples cuestiones que surgen en el quehacer político. Sin embargo, es firme en la enseñanza de que «en las cuestiones fundamentales del derecho, en la cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación». Hay cuestiones en las que la justicia, el bien, no dependen de la mayoría.

¿Dónde buscar estos criterios? De nuevo Benedicto XVI es firme: en la naturaleza a través de la razón. En la naturaleza y la razón se encuentran las verdaderas fuentes del derecho (lo justo). Esta idea, que viene de los griegos y romanos y constituye uno de los fundamentos de la civilización occidental, fue asumida por el cristianismo.

Por eso, nos recuerda Benedicto XVI, el cristianismo nunca ha propuesto o impuesto a la comunidad política un ordenamiento jurídico derivado de la Revelación sino que ha apostado por «la razón y la naturaleza en su mutua relación como fuente jurídica válida para todos».

El bien y el mal, por tanto, son objetivos y el hombre (la autoridad) puede reconocerlos en la naturaleza de las cosas a través de su razón. Este conocimiento de la naturaleza de las cosas dará a luz al derecho natural que se constituye en fundamento y límite del ordenamiento jurídico. Por tanto, la autoridad no es soberana, sino que tiene unos límites que debe respetar y que van más allá de las mayorías. Y como estamos en el ámbito de la razón, estamos ante un elemento común a todos, creyentes y no creyentes, y por tanto, válido para cimentar la convivencia común.

De nuevo Benedicto XVI nos sitúa en un campo de juego opuesto al de la democracia liberal en que vivimos donde reinan el relativismo (no hay ni bien ni mal o no se pueden conocer) y el positivismo jurídico (el bien y el mal, la ley, lo justo, se decide por mayoría sin ninguna relación a la realidad de las cosas y sin reconocer otro límite que las mayorías parlamentarias).

En este sentido, Benedicto XVI se lamenta de que hoy, incluso en el ámbito católico, se haya abandonado el derecho natural e incluso muchos católicos ser avergüencen de la «mera mención del término».

Por eso, no nos deja de sorprender que haya ambientes católicos donde la mención al derecho natural o a la existencia de un orden objetivo y la exigencia de que éste se respete en el orden político se considere una vuelta al estado confesional o una especie de intromisión ilegítima en el proceso democrático por parte de los católicos y la Iglesia cuando lo que realmente supondría es una garantía de que la autoridad cumpla con su función, promover la justicia.

Esta posición sólo puede entenderse por haber asumido, como suele repetir Juan Manuel de Prada, la falsa idea y contraria al magisterio político de la Iglesia, de que la democracia es el fundamento del orden político (un régimen político autónomo de cualquier orden moral objetivo —concepto liberal de democracia—) y no una forma de gobierno más (un modo de articular la participación en el gobierno —concepto clásico de democracia—).

¿Y la fe y la Iglesia?

Benedicto XVI es un firme defensor de la complementariedad fe y razón. La razón sin la fe puede «ser presa de distorsiones cuando es manipulada por ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana». Del mismo modo en la fe pueden surgir «distorsiones de la religión cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión».

De ahí se deriva que el papel de la Iglesia no está tanto en dar criterios que los no creyentes no pueden conocer, ni en proponer soluciones políticas concretas, «sino en purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de los principios morales objetivos.»

Por eso, Benedicto XVI afirma que la «religión no es un problema que los legisladores deban solucionar sino una contribución vital al debate nacional» y por eso muestra su preocupación «por la creciente marginación de la religión, especialmente el cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia». Más triste es, añadimos nosotros, que los propios católicos abonemos esa marginación al renunciar a proponer el orden político católico, que no deja de ser el orden político natural, en el debate público.

En consecuencia, Benedicto XVI reclama «la libertad de la Iglesia católica para actuar conforme a sus principios y convicciones específicas basadas en la fe y el magisterio oficial de la Iglesia».

Consecuencia de la ausencia de justicia

Benedicto XVI es contundente: el desprecio de la fe, la razón y la Iglesia en el ejercicio de la autoridad provocarán la ausencia del derecho y la justicia en el ejercicio de la autoridad, lo que provocará que «el estado no se distinga de una banda de bandidos» (san Agustín) y que la comunidad política, decimos nosotros, se convierta – se haya convertido ya - en una jungla, en la ley del más fuerte.

A esta situación hemos llegado en España, sin embargo, Benedicto XVI nos indica el camino para la esperanza: recuperar el papel de la fe y la razón y la contribución de la Iglesia en la construcción de la comunidad política. De nosotros depende.