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noches del sacromonteRicardo Franco

A estas alturas, ¿sabemos qué es el cristianismo?

Quizá a estas alturas de cristianismo en las que hemos experimentado la oscuridad de la catacumba y la luminosidad de los jardines de palacio, ya no sepamos qué es la fe

Quizá a estas alturas de cristianismo, alturas de tiempo de dos mil años de encarnación, de conocimientos religiosos, de datos históricos amontonados en la memoria; de devociones, oraciones, preceptos y normas; de consejos piadosos y estrategias psicológicas sobre la distancia, la carne y el espíritu con las que intentar vencer nuestra fragilidad; de nombres de santos, santas y batallas por ensanchar las fronteras de la cristiandad bajo las que hemos sepultado la única grieta por la que se podía ver el reino de los cielos, ya no sepamos qué significa la misma fe cristiana.

Quizá a estas alturas de cristianismo en las que hemos experimentado la oscuridad de la catacumba y la luminosidad de los jardines de palacio; a estas alturas históricas en las que llega hasta nosotros una voz escrita y manipulada a través de los siglos de eremitas, estilitas, ermitaños, monjes y monjas a los que solo recordamos a través de algún escueto santoral; de místicos arrobados en su nube divina, lejana de las preocupaciones reales, y de héroes mitificados al gusto del forofo religioso, ya no sepamos, confundidos de tanto saber, qué es realmente el cristianismo.

Quizá a estas alturas de la historia desde las que hemos olvidado la promesa de Cristo «yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» y al olvidar su cercanía, el miedo lo llena todo, sea el momento de descubrir los tres tipos de creyentes que quedan intramuros, y descubrir que dos de ellos sólo son voceros de sí mismos y usan la estructura y la planta de la Iglesia para vender su discurso de nostalgias y temores al futuro, esperando alguna recompensa.

Estos tornan la paz infinita de las palabras cristianas en temor a un desastre venidero. Y, además, llaman a la conversión a su discurso o a sus ideas temerosas que nada tienen que ver con la libertad carnal que entró en el mundo a través de una muchacha.

Estos reducen la victoria de la resurrección de un hombre a una serie de ideas y preceptos que deben aprenderse, en aras del orden del mundo y sancionan el desvarío que, a su juicio, arruinará la armonía idealizada del pasado. De su pasado, tal y como ellos lo conciben, ya que no lo vivieron.

Otros reducen el cristianismo, es decir, a Cristo mismo, del mismo modo; pero su objetivo no es la vuelta a su imagen del pasado, como quien se retira del ruido de la vida, según las formas y la sociedad que tiene en su mente, sino que quiere acabar con todo lo vivido y asistir al hundimiento de todo para volver a empezar de cero, como en una especie de revolución purificadora de los males del hombre.

Pero hay un tercer tipo de hombres que son el arquetipo, podríamos decir, evangélico, ya que es siempre el evangelio el que nos muestra como fueron y son las cosas en cuanto al cristianismo, tal y como se manifestó y se sigue manifestando, en contra de los agoreros.

Estos últimos no son mejores ni peores que los anteriores. La única diferencia con aquellos es que, por ejemplo, en la Samaritana, en Pedro, en el leproso, en el ciego, en el recaudador de impuestos, en el apóstol converso o en el discípulo amado, no prevalece la queja por el pecado de los poderosos, ni prevalece la tentación de querer cambiar estructuras que solo cambian pasados muchos siglos, ni prevalece el miedo escrupuloso a sí mismos, a la vida presente o futura y a los demás. Por que, en definitiva, estos pobres hombres, exactamente iguales a nosotros, han encontrado a Otro Hombre del que se han enamorado profundamente y que les ha prometido «no abandonarlos nunca», con un amor presente que va abriendo las tinieblas del futuro como un rayo del sol en la tormenta.