Entrevista con el arzobispo de Santiago de Compostela
Francisco J. Prieto: «Ningún partido político se identifica por completo con la fe cristiana»
El prelado recuerda que la Iglesia tiene que evitar caer en la polarización social, pero sí levantar la voz ante cuestiones como «la diversidad de géneros difíciles de perfilar» o «el transhumanismo, que es la tentación de querer ser como Dios».
Hace justo un año, en abril de 2023, se anunció su nombramiento como arzobispo de Santiago de Compostela, después de poco más de dos como obispo auxiliar de la sede compostelana. Natural de Ourense y experto en Teología Bíblica, monseñor Francisco José Prieto (1968) habla con locuacidad y cercanía, y repasa para El Debate la situación de la Iglesia en España, las dificultades para hablar de cuestiones incómodas o el reto de evangelizar a una sociedad cargada de prejuicios. «Hoy tenemos un reto mayor que el de los primeros cristianos», dice.
–Hace pocos meses, Galicia pasó por unas elecciones autonómicas. Ahora se repetirán en el País Vasco, en Cataluña, y también en Europa. ¿Qué debe tener claro un católico a la hora de votar?
–Primero, parto de la libertad y la madurez de nuestros católicos, de nuestros fieles cristianos, para que actúen como ciudadanos con madurez, en cuanto a su propia convicción iluminada por la fe. Por eso, en las campañas electorales, el lugar en el que tiene que estar la opción por la que un católico puede decidir su voto será allí donde haya una apuesta por la dignidad de la persona, donde haya una apuesta por el bien común que tenemos que hacer posible entre todos, donde haya una apuesta verdadera por la justicia que se extienda hacia los más desfavorecidos, donde haya una apuesta por poner en el centro a la persona, y no a los intereses partidistas, que en ocasiones están muy ideologizados. Tenemos que elegir allí donde se respete la dignidad de la persona como hombre y mujer; donde la familia se cuide y se promocione; donde la educación se entienda como un espacio de liberta. Evidentemente, ningún partido político se identifica por completo con la fe cristiana. Pero desde la fe cristiana debemos tener libertad y madurez para decidir el voto, y ejercerlo. Los cristianos tenemos una responsabilidad con la sociedad civil de la que formamos parte como ciudadanos.
La propuesta de la Iglesia tiene la fuerza de la Verdad
–Ha habido muchas leyes de género que se aprobaron en Galicia y luego llegaron al Gobierno nacional (incluso aunque en la Xunta gobernase el PP y en España el PSOE). Esas leyes presentan una antropología radicalmente contraria, cuando no hostil, a la propuesta católica. ¿Cómo puede la Iglesia presentar su visión de la persona a una sociedad tan ideologizada en estos temas?
–La propuesta de la Iglesia es una verdad irrenunciable. De hecho, la verdad sobre cada hombre y mujer está en el inicio de la Escritura, en el Génesis: «hombre y mujer los creó». Esa es la verdad de Dios sobre el ser humano, que afecta a lo que somos como personas, más allá de esas «expresiones de identidad» que lo que hacen es disolver la complementariedad hombre-mujer, que tiene su expresión en la convivencia matrimonial, familiar y social. No podemos dejar que la verdad de lo que somos, nuestra identidad única hombre-mujer, se disuelva en posturas que desdibujan la naturaleza. La naturaleza es muy sabia, porque es huella de Dios. En la Iglesia no tratamos de imponer nada, no tratamos de gritar más que el otro, ni avasallar. Pero nuestra propuesta tiene una fuerza argumental: la fuerza de la verdad, de la naturaleza en la que está la huella de Dios, la fuerza de la verdad sobre cada hombre y cada mujer. Y cuando se disuelve la verdad de lo que somos, hay consecuencias.
–¿Cuáles?
–Que el ser humano se deshace y nos encontramos con una diversidad de géneros difíciles de perfilar; con un ser humano que se disuelve; con una inteligencia artificial que nos puede desbordar; con un transhumanismo donde lo humano queda reducido a un factor más dentro de elemento en evolución. Es importante no perder de vista las verdades fundamentales, porque nos anclan, no para no dejarnos caminar, sino para caminar con raíces. Si no, estaremos sometidos a cualquier viento que sopla un lado o a otro.
–No es frecuente escuchar a un obispo hablar de transhumanismo. ¿Qué opinión le merece esa corriente?
–Es una tentación, que está en el inicio mismo del corazón del ser humano: la tentación de querer ser como Dios, o como en la mitología clásica, de jugar con el fuego de los dioses. Pero, como se decía en el mito, cuando queremos jugar con el fuego de los dioses, nos solemos quemar. Si lo llevamos a la fe, cuando queremos ser Dios, cuando queremos suplantarle y manipularle, nos convertimos en falsos dioses y acabamos siendo manipuladores del ser humano. Dios es el absoluto que nos da sentido y fundamento, ético y moral, a la persona y a la sociedad. Si no hay fundamento, lo que tenemos es un abismo sin sentido. Cuando jugamos a ser dioses, nos solemos quemar y quemamos a los demás.
Cuando suplantamos a Dios, nos convertimos en falsos dioses y en manipuladores del ser humano
–Usted es licenciado en Teología Patrística y doctor en Teología Bíblica. ¿Los católicos conocemos poco la Palabra de Dios, a pesar de que la escuchamos todos los domingos?
–Es cierto que la conocemos poco. Incluso tenemos el oído habituado a ciertos textos, aunque no los profundicemos. Los católicos deberíamos tener un acercamiento más natural a la Palabra, y no solamente el de la misa del domingo. La Biblia debería ser nuestra lectura cotidiana, porque la Biblia es un libro de fe, pero es también un libro que habla del corazón humano. A lo largo de la historia, en tantos personajes, momentos y acontecimientos, la Biblia habla de lo que somos como humanidad, no solo en el tiempo en que acontece el relato, sino en el momento en que la estamos leyendo. Tiene esa potencia que la hace siempre contemporánea en nuestra vida. Si nos acercáramos a los relatos bíblicos, descubriríamos una verdad que nos habla, no de hace siglos, sino de ahora, de lo que somos, de lo que aspiramos, lo que deseamos, lo que anhelamos. Y nos recuerda que la Escritura habla de cómo Dios habla en el corazón del hombre.
–¿Evangelizaríamos mejor si leyéramos más la Biblia?
–Lo que descubriríamos es que la Palabra, que se hizo carne y habitó entre nosotros, nos convoca a ser también nosotros palabra hecha carne, es decir, a ser palabra de Dios en el gesto, en la presencia, en lo que decimos, en cómo somos y actuamos. La Palabra de Dios, que es Cristo mismo, nos ilumina, nos sostiene, nos llama, nos confronta como un espejo, y nos dice: «Id y anunciad».
–También es experto en patrística y en la vida de los primeros cristianos. Hoy tenemos una situación de descristianización galopante y de gran incultura religiosa. ¿Encuentra similitudes entre nuestro tiempo y el de los primeros cristianos?
–No es fácil hacer comparaciones de los tiempos históricos. Es cierto que los primeros cristianos vivían, como nosotros, en un mundo en cambio y en crisis, pero aquel era un mundo en el que había un sustrato religioso y un sentido de búsqueda. El cristianismo llega en un momento en que el imperio está asentado y, después, en la medida que el cristianismo se extiende, el imperio entra en crisis. Más que similitudes, hay una gran diferencia.
–¿Y cuál es?
–Que en aquel momento, el cristianismo fue una absoluta novedad. El anuncio de Cristo, un Salvador crucificado, con su expresión de fraternidad y de comunidad, era algo muy nuevo para aquel mundo donde aquellos elementos eran desconcertantes: tenían divinidades trascendentes, la fraternidad sólo se entendía entre iguales... Hoy tenemos 20 siglos de historia, en los que el anuncio cristiano se ha ido extendiendo y resulta conocido. Aunque cada vez lo sea menos. Por eso, tenemos una mayor exigencia y un reto mayor que el de los primeros cristianos, porque ellos anunciaron la novedad absoluta de Cristo y nosotros hacemos un anuncio del Evangelio que puede suscitar prejuicios e indiferencia. Así que nuestro testimonio tiene que ser más convincente y fuerte que el de aquellos primeros cristianos.
–¿Y cómo podemos llevar a cabo semejante empresa?
–A veces me pregunto cómo lo harían hoy san Pablo o los primeros discípulos. Nosotros tenemos enormes posibilidades e instrumentos de comunicación. Pero, además de utilizarlos, ¿qué harían? Pienso que apostar por un anuncio desde el testimonio y desde la presencia. Como Iglesia, los cristianos tenemos que ser significativos, tenemos que ocupar espacios, aunque en porcentaje seamos menos. Como en la parábola del Evangelio, tenemos que ser levadura en la masa, tenemos que ser un toque de sal y de sabor de Evangelio.
–¿No pasa en la Iglesia que, a veces, se habla de dar testimonio implícito, porque no nos atrevemos a dar un testimonio explícito de la fe?
–Ambos van de la mano. El Papa Francisco nos invita a ser discípulos misioneros, discípulos que somos testigos, simultáneamente. El discípulo lo es en la medida que su vida hace referencia a un maestro, a Jesús, el único que nos muestra el camino. Y en Jesús, la palabra se hacía gesto: un gesto que sanaba, que salvaba, que curaba, una palabra que anunciaba, que motivaba... El discípulo, a los pies del Maestro, se hace testigo y anuncia de forma explícita el Evangelio para iluminar la vida de los hombres, la sociedad en la que estamos, las familias, la sociedad.
La sociedad está demasiado polarizada e ideologizada
–Al margen de esta necesidad de anunciar el Evangelio, ¿cuáles cree que son los principales retos de la Iglesia en España?
–La Iglesia en España tiene que ser, sobre todo ahora mismo, una presencia que, por su forma de estar en la sociedad, facilite el encuentro. Tenemos que ser esa Iglesia que procura que las orillas no se extremen, sino que se aproximen. Una Iglesia que haga posible que en la sociedad siga brotando una esperanza que anime el corazón de creyentes y no creyentes. Tenemos que seguir siendo una presencia significativa en el ejercicio de la caridad, que llega a todos, que acompaña y sostiene. Tenemos que ser una Iglesia que, con nuestra palabra, no provoquemos rechazo, sino aliento y esperanza. Y esto no significa diluir el mensaje del Evangelio, sino presentarlo en toda su verdad.
–¿Podría explicarlo mejor?
–En el Evangelio hay un centro, que es Cristo mismo. Pero en el centro que es Cristo aparece cada ser humano, cada hombre y mujer de este tiempo. La sociedad está demasiado polarizada, demasiado ideologizada, y al que está enfrente lo vemos como contrario o como enemigo. Y ahí, la Iglesia en España, desde su rica y diversa realidad diocesana, tenemos que procurar ser ese lugar en el que todos puedan reconocerse como hijos e hijas de Dios, como hermanos en Cristo, desde la diversidad legítima de opiniones políticas, o posicionamientos sociales. Estamos necesitando encontrarnos en lo que nos une, y la Iglesia tiene una gran tarea por hacer ahí. No es fácil y se requieren matices, pero tenemos que ser una Iglesia significativa, sin buscar protagonismos, que propicia el encuentro. A fin de cuentas, es un estilo muy evangélico: no buscar los primeros puestos, sino servir a Dios en los hombres, nuestros hermanos.
–Sin embargo, el anuncio del Evangelio suscita en muchos casos un rechazo frontal e incluso agresivo, fruto de la confrontación con malas experiencias, prejuicios, malas decisiones o motivos ideológicos. ¿Deben los católicos renunciar a decir cosas que socialmente puedan ser incómodas?
–La verdad del Evangelio es una verdad de Dios sobre cada hombre y sobre cada persona, y esa es la clave fundamental. Muchas veces hay rechazo a lo que se desconoce, y los prejuicios o los cristales ideológicos hacen que, se oiga lo que se oiga, se diga lo que se diga, se vea lo que se vea, haya un rechazo de entrada hacia la Iglesia. Por eso, tenemos que hacer un ejercicio de transparencia para comunicar y visibilizar lo que somos. Y no son solo los obispos, los sacerdotes, o las curias diocesanas, sino también los cristianos de la parroquia, de los grupos y movimientos, que forman parte del voluntariado de Cáritas, que son catequistas, que están siempre en actitud de disponibilidad y servicio, que viven su fe de manera cotidiana en la familia... Seguramente eso evitaría tantos prejuicios. Porque a veces uno dice, «Dios mío, ¿cómo es posible que mantengamos ciertas actitudes anti eclesiales o anticlericales tan trasnochadas?».
–¿Qué es lo que yo no le he preguntado que considera importante decir?
–Pues que qué esperanza alberga el corazón de un obispo. Y yo albergo aquella que tiene el nombre mismo de Dios. Lo que dice Dante en la Divina Comedia, pero referido a Santiago de Compostela: Aquí renace la esperanza. Ojalá en el corazón de este arzobispo de Santiago, y de aquellos con los que comparte vida, Dios haga renacer una esperanza que no es una palmadita en la espalda, sino contagiar la que nos viene del Señor.
El «test episcopal» de El Debate
–Al que llevó por nombre: san Francisco de Asís, por su capacidad de acoger el misterio de Dios que le sobrepasa y hacerlo cotidiano y sencillo, con humildad y transparencia.
–¿Qué cita de la Escritura tiene especial importancia en su vida?
–La que está en el prólogo del Evangelio de Juan, que es oración cuando llega el mediodía de cada jornada: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Es una cita en la que descubro especiales raíces en mi propia vida, porque esa Palabra se hace cercana y se hace vida en cada uno de nosotros de la manera más insospechada.
–¿Cada cuánto tiempo se confiesa?
- Tendría que confesarme con más frecuencia de la que puedo últimamente. Más o menos, cada mes, o mes y medio. El barro es mucho… menos mal que la gracia es más abundante.
–¿Tiene alguna oración predilecta?
–Primero, la Liturgia de las Horas, que suelo rezar en silencio en la capilla de la casa del arzobispo. También me gusta rezar el rosario paseando. Es una oración que tiene una cadencia sencilla, donde está la oración que nos enseñó el Maestro, el Padre Nuestro, y la que invoca a nuestra Madre. Me gustan esas oraciones sencillas, y me gusta cuando la mente descansa en el silencio de la oración para dejar que Dios hable.
–¿Qué es lo mejor de ser sacerdote?
–Saber que Dios te llama no para ti, sino para los demás; que tu vida no es tuya, sino que está expropiada, dada y entregada.
–¿Y lo peor de ser obispo?
–Una pregunta difícil. Por una parte, vivir con intensidad toda la responsabilidad que asumes, y experimentar tu fragilidad. No llegar a entregarte con la generosidad y disponibilidad que quisiera. También a veces la incomprensión, aunque dónde no la hay...
–¿Qué libro está leyendo?
–Entre informes y documentos, estoy con la novela de Shusaku Endo, Silencio, en la que se basó la película de Scorsese.
–¿Qué hace para relajarse?
–Siempre he sido muy aficionado al cine, aunque ahora tengo poco tiempo. Me gusta el cine clásico, el que aprendí de mi padre. De vez en cuando, también me gusta bucear en algún estreno o en alguna serie. El cine habla de lo que somos como seres humanos y como sociedad: inquietudes, esperanza, ilusiones, proyectos…
–¿Y cuál es su película favorita?
–Me encantan los westerns, especialmente los de John Ford. Podría decirle dos: Centauros del desierto y El hombre tranquilo.
–¿Qué comida le gusta más de su diócesis?
–El cocido gallego. Es una comida muy sabrosa, que en Galicia tiene especial densidad. Y, si hablamos del mar, el marisco también es algo que siempre gusta al paladar.
–¿Quién le transmitió la fe?
–Mi padres y mi parroquia. Recuerdo, por ejemplo, cómo rezábamos el rosario en casa con mi hermano. En la parroquia iba a catequesis, fui monaguillo, fui catequista, participaba en los grupos juveniles…
–¿Cómo sintió la vocación?
–Para mí fue una llamada directa. No como Moisés en el Sinaí, sino que un sacerdote de mi parroquia, me dijo un día: «Oye, ¿y tú no has pensado en ser sacerdote?». Así, directamente. Aquello quedó como un flechazo, pasó un tiempo, terminé BUP, hice COU, y al final entré en el seminario con 18 años.
–¿Tuvo novia?
–No. Tuve amores, esas compañeras de clase que te gustan… Pero novia formal, no tuve nunca.