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TribunaRoberto Esteban Duque

Las monjas de Belorado y la exigencia de verdad

La excentricidad del bufonesco camarero disfrazado de sacerdote ejerciendo de portavoz contrasta con la firme pero siempre benévola actitud de la Iglesia

Dicen las monjas de Belorado, citando a san Antonio de Padua, que «la verdad engendra odio», y que «jamás se debe dejar de decir la verdad, aún a costa de provocar escándalo». Las situaciones límites activan de manera contundente, velis nolis, la exigencia de verdad; en situaciones extremas se da una fase final de cínica franqueza, cuando una persona o una comunidad, irritada y fuera de sí, se ve sin aquello que pretendía y está dispuesta a cualquier escándalo, incluso lo desean.

El pasado 13 de mayo, la comunidad monástica de Belorado anunció su ruptura con la Iglesia católica, pero ahora las tres religiosas que denunciaron al comisario pontificio y arzobispo de Burgos, Mario Iceta, por abuso de poder, usurpación de representación legal y vulneración del derecho a la libre asociación, solicitan una prórroga para frenar su excomunión inmediata. Será el próximo viernes cuando la exabadesa y otras dos monjas comparecerán ante el Tribunal Eclesiástico, con el fin de testimoniar individualmente y poder adoptar las medidas correspondientes.

La prórroga solicitada por las clarisas de Belorado al comisario pontificio sólo es un acto de desesperación, una forma de reconocer tácitamente no sólo la autoridad de la Iglesia sino la revelación de la falta de idoneidad para protagonizar con éxito los abruptos cambios llevados a cabo de manera inadecuada, debido quizá a las raíces profundas de males consolidados: las colisiones ideológicas impregnadas de un abisal escenario de confusión en los compromisos asumidos con plena libertad.

La prórroga solicitada por las clarisas de Belorado al comisario pontificio sólo es un acto de desesperación

La vida de estas monjas se ha convertido por desgracia en una vida carnavalesca, en una parodia, un monde á l’envers, donde la contemplación, propia de su estado de vida, cede con espanto a la exposición desvergonzada de las redes sociales, suprimiendo las formas, eliminando las reglas de juego de personas consagradas, desconocedoras de su débil poder y de las consecuencias de haber invertido y prostituido su ofrenda, protagonistas quijotescas del abismo existencial en que se encuentran sumergidas después de haberse inmolado.

La excentricidad y el grado de radicalidad protagonizados por las clarisas rebeldes, debilitadas por su obstinación en la negación de cualquier diálogo, junto a la autocoronación burlesca del falso obispo de la estirpe de un Napoleón capaz de tomar sobre sí el poder y del bufonesco camarero disfrazado de sacerdote ejerciendo de portavoz, contrasta con la firme pero siempre benévola actitud de la Iglesia, ofreciendo siempre la posibilidad de recuperar el sentido de pertenencia a la misma Iglesia de las monjas cismáticas. La Iglesia persiste a través del diálogo y la vía cordial en buscar la mejora y el bien de cada una de las monjas, comenzando por las mayores en edad, más ajenas al conflicto.

La libertad humana no puede buscar imponerse por el camino de la ruptura

La escabrosa inmolación de las clarisas de Belorado forma parte de la historia de la irracionalidad humana. El hombre ama la destrucción; reivindica la perversión y el capricho, la evasión de la sujeción moral y la posibilidad de traspasar los límites aún en el extremo de actuar contra su propio bienestar; practica con fruición el egoísmo, escoge y desea el mal siendo consciente de que es el mal lo que desea, abocándose así a un suicidio elegido para liberarse de sí mismo y de su humillante dependencia. Pero el hombre también ama la construcción, la conciencia y un cierto sentido de dignidad forman parte consustancial del ser humano. La libertad humana no puede buscar imponerse por el camino de la ruptura, sino hacerse admisible por el reconocimiento de un compromiso asumido ante Dios y la comunidad humana.

Lejos de cualquier subversión ontológica de los principios (no parece que los tengan), la máscara ideológica de las monjas, su enfermedad espiritual de repudio del propio desposorio, el giro provocado por un grotesco detonante económico ajeno a sus votos personales, ha creado una nueva realidad que sólo parece llevar a la consumación individual de la excomunión de algunos de sus miembros. Aunque sea imposible esclarecer con exactitud las claves del conflicto ideológico arraigado en algunas de estas monjas poseedoras de una condición bifocal de la personalidad, ni siquiera razones sublimes podrían justificar el peor de los pecados que es cerrarse sobre sí mismas en un círculo vicioso del que resulta difícil de escapar.

En realidad, nadie está libre de esta peste, de semejante corrupción espiritual, de los apegos y pulsiones que el psicoanálisis engloba bajo la denominación de «el ello», de esta suerte de lo que san Juan de la Cruz llama hebetudo mentis, de la insensibilitas, como consecuencia de la intemperancia maldita en que yacen en su castillo interior las clarisas cismáticas, una comunidad monástica inmersa en la evolución incierta de una falsa luz, de un pesado aire en que sus almas pretenden no ya elevarse a las alturas sino precipitarse hacia el barro demoniaco de una distopía cuyo desenlace dramático no se hará esperar, pero que, en todo caso, habiendo provocado un gran escándalo, forma parte de un horizonte existencial propio ajeno a la verdad.