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Ignacio Crespí de Valldaura

¿Qué le impulsó a Chesterton para convertirse al catolicismo?

Una de las conclusiones apologéticas más icónicas de Chesterton es que el objetivo de los católicos no es ser testigos directos de algún milagro, sino aprender a apercibirse de que todo es milagroso

Una de las razones principales que le espolearon a convertirse al catolicismo –en 1922– fue conocer el abismo hacia el que nos abocan las filosofías modernas; de hecho, en 1905, casi veinte años antes de su conversión, publicó una obra titulada Herejes, en la que desbarata, con su acreditado donaire y hondura, dichas corrientes modernistas.

Uno de sus aforismos más reveladores con respecto a este motivo de su conversión reza así: «Solo la Iglesia católica puede salvar al hombre ante la destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo»; también dijo: «Que la Iglesia católica estuviera más enterada del bien que yo, era fácil de creer. Que estuviera más enterada del mal, me parecía increíble». Ambas frases son otra manifestación de su habilidad para zurcir ingeniosísimos juegos de palabras.

Sobre el hecho de que la Iglesia católica «estuviera más enterada del mal» que él, le sorprendió que, aun con tanto conocimiento, fuese capaz de mostrarse misericordiosa con los malhechores. Se trata de una de esas paradojas del catolicismo que tanto le entusiasmaban a Chesterton.

Otro de los motivos que le catapultaron a abrazar la fe católica fue la rendida admiración que le provocó la figura de san Francisco de Asís; de cuya vida, por cierto, escribió una biografía (publicada en 1923, justo un año después de su conversión). También alumbró, en 1934, una sobre santo Tomás de Aquino (la cual he acabado de leer recientemente, por cierto).

De ambos santos medievales, tan diferentes entre sí, extrajo la conclusión de que se puede llegar a la santidad desde distintas personalidades. De san Francisco, sublimó su carácter apasionado, movedizo, todoterreno, además de su humildad, desprendimiento y caridad. Del buey mudo (sobrenombre que le fue atribuido a santo Tomás, por su talante reservado y taciturno), ensalzó su circunspección, su parsimonia reflexiva, sus prolíficas y prodigiosas aportaciones a la escolástica; véase a la vertiente filosófica del pensamiento católico, que nos permite comprender la relación inquebrantable entre fe y razón.

De sendos caminos recorridos por el santo franciscano y el dominico se puede inferir, con facilidad, que cada cual, en función de sus talentos y carismas, tenga su única –e irrepetible– misión al servicio de la fe compartida. En esto consiste la vocación cristiana.

Uno de los aspectos más reseñables que Chesterton destaca de Tomás de Aquino –santo medieval, padre de la escolástica– es que las corrientes modernas posteriores a él acabaron fracasando (por resultar inconsistentes) y que el siglo XX le terminó dando la razón. Otro asunto en el que incide es en cómo el buey mudo socavó, con su inabarcable sabiduría, tanto el nominalismo de su época como la falacia averroísta de las dos verdades.

Dale Ahlquist, presidente de la American Chesterton Society, pone de manifiesto que una de las conclusiones apologéticas más icónicas de Chesterton es que el objetivo de los católicos no es ser testigos directos de algún milagro, sino aprender a apercibirse de que todo es milagroso; para ello, es imprescindible acrisolar nuestra capacidad de asombro, al ser aquello que nos permite leer dentro y, por ende, trascender.

En este sentido, Dale Ahlquist revela que, a ojos de Chesterton, lo importante no es ver cosas maravillosas, sino ser capaz de convertirlo todo en maravilloso; motivo por el cual hemos de ser agradecidos, habida cuenta de que la gratitud es la forma más elevada de pensamiento, por el regalo de la gracia que nos ha sido dada.

En la metamorfosis espiritual de Chesterton, fueron decisivos algunos de sus contemporáneos, como su hermano Cecil (el cual se hizo católico en 1912, diez años antes que él), el escritor Hilaire Belloc y el padre O’Connor; quien le sirvió de inspiración para concebir al Padre Brown, un sacerdote detective de la talla de Hércules Poirot o Sherlock Holmes, aunque más parecido físicamente a «mi querido Watson».

No cabe duda de que el legado del cardenal John Henry Newman continuó desatando un seísmo de conversiones entre las pléyades de intelectuales británicos; de facto, su estela propició que se convirtieran egregias figuras como G.K. Chesterton, J.R.R. Tolkien, Hilaire Belloc, Oscar Wilde, Evelyn Waugh, Graham Greene, Ronald Knox, R.H. Benson, Christopher Dawson, Muriel Spark y Alec Guinness, entre otros.

El gigantesco bien que este genio inglés ha hecho a la fe y razón de tantas personas espoleó –a algunos de sus admiradores– a promover su causa de beatificación; la cual, de momento, no ha sido reconocida. Monseñor José Ignacio Munilla, quien ha publicado un libro completo sobre Chesterton (titulado El fuego de la verdad), comentó, en uno de sus podcasts, que una de las causas que podría haber entorpecido su ascensión directa al Cielo fue el carácter un tanto festivo y desmadrado del egregio escritor; su conducta no fue, ni por asomo, escandalosa, pero quizá un poco vividora y zangolotina para un beato.

Ahora bien, pese a su posible falta de disciplina y sacrificio a este respecto, a mí me parece que este simpático modus vivendi contribuye a sanar el estoicismo con el que algunos fieles viven la fe católica. En el catolicismo no todo se reduce a las privaciones y al dolor; también hay cabida para el placer bien entendido, para un sano usufructo –uso y disfrute– de los bienes de la creación. Por algo, Chesterton insistía tanto en no confundir la ortodoxia con el puritanismo, véase la rectitud con el ismo del moralismo.