Tierra Santa languidece a la espera de peregrinos
La guerra desatada por Hamás contra Israel el 7 de octubre tronchó la afluencia de visitantes a los lugares que pisó Jesús de Nazaret
Estremece deambular por los Santos Lugares de Israel y no encontrar un alma. Un sol de justicia recibe al peregrino cuando arriba a la basílica de la Anunciación de Nazaret. Sus rayos reverberan en el suelo de piedra pulida y se proyectan en todas direcciones. No hay un alma en la explanada que rodea la basílica, pero eso ya lo hemos dicho. Es, tal vez, la sorpresa que causa esta soledad la que provoca que el peregrino repita esa frase en su cabeza.
Al cruzar las pesadas puertas broncíneas del templo, nos adentramos en un moderno espacio sagrado de luz tenue y tamizada, obra del arquitecto italiano Giovanni Muzio. Las pupilas tardan unos instantes en adaptarse del sol cegador que refulgía afuera. Al fondo de la amplia nave, a la derecha, se adivina la figura de un monje franciscano que musita oraciones sentado en una silla. Cerca de él, una joven voluntaria aguarda pacientemente a los peregrinos que, una mañana más, siguen sin venir.
Unas escaleras llevan hasta la parte superior de la basílica construida, según la tradición, en el lugar donde fue anunciada la salvación del mundo. Bajo la imponente y elevada cúpula con forma de flor de lis invertida –símbolo de pureza– una mujer lustra en silencio y con parsimonia el suelo brillante con una gran mopa. No tiene prisa por acabar, ni tampoco es arduo su trabajo, ya que apenas hay peregrinos que cubran de polvo las losas de piedra con sus pisadas.
El quinto Evangelio
La guerra que asola Gaza queda lejos. Pero las crudísimas imágenes que repiten los noticiarios de todo el mundo, con bombardeos, destrucción, sangre y familiares arrasados por el llanto y el dolor tras perder a un ser querido, hacen desistir a los que querrían visitar Tierra Santa. De hecho, el peregrino ha recibido todo tipo de comentarios sorprendidos cuando anunció que viajaba a Israel: «¡Estás loco!», «pero a quién se le ocurre», «¿no sabes que están en guerra?».
El peregrino, sin embargo, no ha encontrado motivo alguno de alarma en los sitios que ha recorrido: Nazaret, Tiberíades, Jerusalén, el Monte de las Bienaventuranzas, el del Precipicio, el de los Olivos, el Tabor, Cafarnaún o el parque bíblico de Neot Kedumim. Sí; es cierto que no ha podido visitar Belén, ya que se encuentra en Palestina, pero el resto de lugares bíblicos que ha recorrido estaban tranquilos. Excesivamente tranquilos, de hecho. Tan solo los israelíes circulan por las calles y carreteras de Tierra Santa.
Jerusalén es una ciudad viva y palpitante. Tel Aviv siempre se ha llevado la fama de de metrópoli cosmopolita, avanzada y abierta, pero Jerusalén se ha convertido en una urbe cuidada, limpia, luminosa, ordenada y con brillo propio. Es, ciertamente, la capital religiosa, mientras que Tel Aviv es la capital laica.
A pesar del intensísimo calor de julio, decenas de judíos ortodoxos pasean con celeridad portando sus sombreros y largas levitas negras, con sus tirabuzones serpenteando y sus pobladas barbas. Cuando cae la noche, el peregrino se acerca hasta el Kotel o Muro de las Lamentaciones, donde solo encuentra a estos judíos. Ultraortodoxos o ultra religiosos, les denominan algunos. Es lo mismo. No hay rastro de turistas o peregrinos: sólo está él en medio de un mar de levitas y sombreros negros. Son cientos y de todas las edades: desde niños y adolescentes enfundados en sus prendas oscuras hasta venerables ancianos maestros de la Ley. No parece que la garra del secularismo haya dado su zarpazo con tanta intensidad en estas latitudes.
Su forma de orar fascina al peregrino: se bambolean como juncos mecidos por el viento mientras repiten salmos; en ocasiones elevan un canto o un lamento ininteligible y terminan apoyando su frente y sus manos sobre el Kotel. Les contempla aunque no les entiende. Su presencia tampoco parece interesar a los orantes, enfrascados como están en sus plegarias.
Pasada la media noche regresa a su hotel. Hace una agradable temperatura y las terrazas de los bares y restaurantes bullen de animación, pero solo se escucha hablar en hebreo o en árabe. Tras cruzar la bellísima puerta de Jaffa, abandona la ciudad antigua y llega a la espaciosa plaza Safra, decorada con inmensas banderas de Israel. Decenas de hombres y mujeres bailan en círculo una animada danza tradicional al ritmo de la música que brota de los inmensos altavoces. No parece un país en guerra. La vida, al menos en los Santos Lugares, es tranquila y apacible. Demasiado tranquila y demasiado apacible, nos dicen. Falta algo: los peregrinos, «el quinto Evangelio», como los llaman los locales. Sin ellos, Tierra Santa está incompleta.