«Ellos salieron a predicar la conversión»
La conversión que predicó Jesús y después sus apóstoles no es una cuestión moral. Es algo mucho más profundo, pues supone aceptar como Buena Nueva que somos amados gratuitamente por Dios con independencia de nuestra respuesta
Sabemos que hay cosas que en la vida suceden en un solo instante y otras tienen que hacerse reales a lo largo de mucho tiempo. La semilla se siembra en un momento pero el trigo necesita muchos meses para convertirse en una espiga fecunda.
Lo mismo sucede con la conversión de una persona: puede tener un comienzo concreto pero luego tiene que llegar a feliz término a lo largo de la vida, es más, la conversión verdadera está hecha por sucesivos instantes de gracia que se nos regalan continuamente.
Cuando escuchamos la palabra conversión, inmediatamente se nos viene a la cabeza el «mejoramiento personal», es decir, vinculamos la conversión a una actitud moral: «Antes de mi conversión era malo y ahora soy bueno». Esta idea es una fuente constante de frustración, pues aunque hayamos tenido una experiencia de conversión, el «hombre viejo» sigue reclamando sus derechos adquiridos y comienza una batalla entre el bien y el mal en el centro de nuestro corazón.
Pero esto es un error. La conversión que predicó Jesús y después sus apóstoles no es una cuestión moral. Es algo mucho más profundo, pues supone aceptar como Buena Nueva que somos amados gratuitamente por Dios con independencia de nuestra respuesta. Dios no me ama para que yo sea bueno, pues si no lo soy me sigue amando. La esencia de la conversión cristiana es reconocer la libertad interior que nos devuelve Cristo al derramar su Sangre por nuestros pecados.
Sólo desde la verdadera libertad podemos elegir a la persona de Cristo: esa es la conversión. A partir de ahí, seguirle tal y como somos, con lo bueno y con lo malo, pero con un sincero deseo que no alejarnos nunca de Él. La conversión es, por tanto un encuentro con Cristo resucitado en mi ahora, en mi hoy, de tal modo que en ese encuentro se da una revelación –que es el credo–, una celebración de su amor –los sacramentos– y una imitación de Cristo, que es la vida moral. Y todo ello empapado de la oración, que nos envuelve y fortalece para ser verdaderos discípulos.
Así podemos entender que la conversión no es cuestión de un minuto, sino de una vida, y que no es tanto el esfuerzo que tenemos que realizar cuanto dejarle a Dios intervenir en cada instante de nuestra historia para que todo sea entregado a Cristo: lo bueno y lo malo, lo fácil y lo difícil. La gracia de la conversión tiene un comienzo en el tiempo, pero continuará hasta el final de nuestra vida.