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TribunaFederico Romero
EN LA JORNADA MUNDIAL DE LOS ABUELOS

De abuelos y ancianos. Esos testigos

Veinte o veinticinco años son muchos para convertirlos en una etapa improductiva de nuestra vida. Nuestras actividades y trabajos no pueden estimarse solamente como «hobbies» o entretenimientos

Supongo que a los bisabuelos nos admitirán en la celebración de este final de julio en el grupo correspondiente a los eufemísticamente llamados mayores. Lo que antaño parecía un concepto teórico dentro de los ascendientes, va siendo cada vez más visible. Existimos en la realidad. Y parece que, a medida que avancen los años de este siglo, seremos más numerosos los viejos –así nos llamamos también– en el grupo de los humanos. Por ello pienso que la sociedad debe ir cambiando su perspectiva de la ancianidad. Hay que pasar del recuerdo condescendiente y de la preocupación tuitiva y amable, para cuidarnos y combatir nuestra eventual soledad, a una nueva forma de integración, en la que no solo seamos una respetable carga social, sino también coadyuvantes en el sostenimiento común de un mundo complejo.

En su «Carta a los ancianos», San Juan Pablo II, que la editorial San Pablo publicó en 1999, nos recordó el Salmo 90 (89), 10: «Aunque uno viva setenta años, y el más robusto hasta los ochenta, la mayor parte son fatiga inútil porque pasan aprisa y vuelan». Y enseguida añadía certeramente: «Setenta años eran muchos en el tiempo que el salmista escribía estas palabras y eran pocos los que la superaban; hoy, gracias a los progresos de la medicina y a la mejora de las condiciones sociales y económicas, en muchas regiones del mundo la vida se ha alargado notablemente».

No nos confundamos. Los 969 años que el Génesis dice que vivió el conocido Matusalén han de ser interpretados con el carácter mítico y simbólico de muchos de los pasajes bíblicos, en una época en la que no existían, no ya los ordenadores, sino ni siquiera los almanaques y en la que los sucesivos copistas y traductores contribuyeron a errores concretos. Parece que una mala traducción confundió los años solares con los meses lunares, con lo que el legendario ejemplo de longevidad murió supuestamente a los 72 años, edad que muchos superamos ya sobradamente.

«La experiencia es un grado», dice el dicho popular que apoya lo que Romano Guardini dijo en una charla acerca del envejecer: «Como es natural solo puede hablar de la vejez quién sepa algo de ella, pero solo puede saber realmente algo de ella quién sea viejo él mismo». Por tanto, para seguir hablando de un modo creíble, no es mala cosa haber experimentado en las propias carnes las limitaciones, los anhelos y, en definitiva, nuestra perspectiva de lo que nos rodea. Y desde luego nuestras vivencias, de cara al futuro que avistamos. «El saber no está patente ante nosotros, sin más –nos aclara el filósofo coreano Byung-Chul Han (en el Enjambre)– Al saber lo precede con gran frecuencia una larga experiencia».

El futuro se nos presenta pues como un gran desafío en el que las pirámides de población nos apuntan que vamos a una situación en la que los esquemas socioeconómicos actuales van a ser inservibles. La carga que las generaciones futuras van a tener que afrontar va a ser insoportable, a menos que grandes guerras o catástrofes no la modifiquen para mal. Y ello no se va a poder corregir con medidas parciales como, por ejemplo, la reforma del sistema de pensiones. Insisto en que solo el cambio de mentalidad social de los Estados, y de la humanidad en general, va a permitir su subsistencia.

Veinte años después de que la editorial San Pablo publicara la citada carta a los ancianos de Juan Pablo II, la misma editorial tuvo la amabilidad de publicarme un modesto ensayo que titulé con una especie de oxímoron: «La nueva vejez», con un subtítulo («Cómo ser viejo en la era digital sin morir en el intento») que, pese a lo que hasta aquí he venido diciendo, puede calificarse de optimista. Pero para ello hemos de recuperar valores permanentes y grandes dosis de sentido común.

Empiezo por ésta última idea. Veinte o veinticinco años son muchos para convertirlos en una etapa improductiva de nuestra vida. Nuestras actividades y trabajos no pueden estimarse solamente como «hobbies» o entretenimientos. Pueden ser aportaciones al producto común, retribuidos o no. Señala muy bien Leclercq que «no siempre el trabajo y retribución tienen que ir unidos; y muchas veces trabajos no retribuidos pueden convivir con trabajos stricto sensu sí retribuidos». Tampoco se trata de sustituir puestos de trabajo no retribuidos por personas que no cobren, en una especie de fraude a la ley, sino de complementar la productividad común con el beneficio de que al anciano le haga sentirse útil. Por supuesto, que también el anciano debe ser lo suficientemente modesto –que no le viene mal– como para, tras hacer trabajos o funciones relevantes antes de su jubilación, aceptar otros que lo sean menos.

En cuanto a los valores, es difícil inventarlos nuevos, como se atrevió a decir C.S. Lewis. Pero su necesaria objetividad sustancial requiere nuevas formas en su aplicación para adaptarlos a la variación de las circunstancias. Hay casi unanimidad en considerar que la comunidad de vida y amor de la familia es el mejor ámbito de integración para los ancianos. Pero la variación de los modelos de familia no permite tratar de reproducir los anteriores. Solo reconociéndolos como testigos de la auténtica memoria y valorando su aportación a la estructuración social será posible. Pero ello va a exigir un esfuerzo imaginativo iluminado por Dios.