Misericordia vs guillotina: la compasión cristiana en las novelas de Víctor Hugo
Antes, al menos, circulaba por el pueblo algo de fe. En el momento supremo, un soplo de religión flotando por el aire podía ablandar a los más endurecidos; un condenado era al mismo tiempo un penitente; la religión le abría un mundo en el momento en que la sociedad le cerraba otro; toda alma tenía conciencia de Dios; el patíbulo no era sino la frontera del cielo. ¿Pero qué esperanza infundís en el patíbulo ahora que la gente ya no cree?
Pese a que la trayectoria de Víctor Hugo (1802-1885) estuviese marcada por su palpitante progresismo, traducido en sus ideas republicanas, románticas, heterodoxas y en sus devaneos anticlericales, hay una parte de él de la que no se habla tanto: su fervoroso apego a la concepción cristiana de la misericordia y la realidad de que, al final, fuese un sacerdote quien permaneciese al lado de los miserables, los cautivos y los condenados a muerte.
De hecho, en su novela Último día de un condenado a muerte (la cual he terminado de leer hace dos días) es la piedad cristiana el último aliento que acompaña al desdichado antes de ser degollado por el inmisericorde filo de la guillotina; ejecución soliviantada por los bramidos y jadeos del inmisericorde pueblo, sediento de sangre, castigo y espectáculo.
Una de las críticas que –en la citada novela– Víctor Hugo vierte sobre la guillotina es el hecho de que exacerbarse el carácter punitivo del pueblo, al recrearse éste como espectador de las decapitaciones; algo que resabiaba a las masas de apego hacia el castigo, en detrimento de la compasión cristiana. Se trata de una práctica que extraviaba la moralidad de los ciudadanos. En palabras del propio autor, la «maquinaria de Guillotin» nació «para podar, para desramar, para desmochar la sociedad».
Esto era tan así que hasta los propios verdugos mostraban, en la novela, más ternura y piedad conmiserativa hacia los reos que las masas enardecidas. «Estos verdugos son hombres muy dulces. Fuera, la multitud gritaba con más fuerza», señala.
Frente a esa guillotina que siembra en el pueblo una filia hacia el castigo, Víctor Hugo enaltece la misericordia de los sacerdotes que auxiliaban a los condenados (tanto a nivel humano como espiritual). De facto, en Último día de un condenado a muerte, hace clarividentes –y repetidas– alusiones al consuelo que la fe cristiana y el clero infundían en quienes iban a morir guillotinados.
Víctor Hugo se muestra muy descriptivo con respecto al consuelo que el sacerdote inflige en el protagonista de la novela; le presenta como alguien que está allí «cuando le aten las manos, cuando le corten el pelo»; que atraviesa «con él la horrible multitud sedienta de sangre»; que se encuentra dispuesto a «abrazarlo al pie del cadalso, y quedarse hasta que la cabeza esté aquí y el cuerpo más allá».
En el prefacio aclaratorio que incorporó –a la novela– en 1832, añade: «Antes, al menos, circulaba por el pueblo algo de fe. En el momento supremo, un soplo de religión flotando por el aire podía ablandar a los más endurecidos; un condenado era al mismo tiempo un penitente; la religión le abría un mundo en el momento en que la sociedad le cerraba otro; toda alma tenía conciencia de Dios; el patíbulo no era sino la frontera del cielo. ¿Pero qué esperanza infundís en el patíbulo ahora que la gente ya no cree? (…) ¡Es algo horrible conservar al verdugo después de haber quitado al confesor!».
En dicho prefacio, Víctor Hugo, frente a tal derroche de odio y castigo, de ardor punitivo, pone como ejemplo a los «augustos padres de Trento», quienes, al menos, tuvieron la deferencia de invitar «a los heréticos al concilio en nombre de las entrañas de Dios, per viscera Dei, porque se esperaba su conversión»; algo que el autor ve como una sublime muestra de misericordia hacia el débil y el pequeño, como una oportunidad que se les brinda para el arrepentimiento, para la rectificación, para reconducir sus vidas (un espíritu que, precisamente, no queda translucido en las ansias de castigar de los partidarios de la guillotina).
Sobre la guillotina, incide en la idea de que, aunque la cuchilla rebane el pescuezo de los condenados de un plumazo, en aras de eludir el sufrimiento, el hervidero de pensamientos pre mortem (previo a la muerte) ya es, per se, un calvario de lo más insoportable. Víctor Hugo es bastante vívido a la hora de reflejarlo en Último día de un condenado a muerte; y en el prefacio de 1832, además, alude a algún caso en el que los guillotinados no han muerto en el primer intento, razón por la cual la receta de Guillotin tampoco está exenta de infligir dolores corporales.
Volviendo la mirada a las notas de piedad estampadas sobre los escritos de Víctor Hugo, cabe destacar que en su obra más icónica, Los miserables, se pueden percibir con penetrante nitidez.
En este hito de la literatura universal, el protagonista, Jean Valjean, condenado por la Justicia, demora en el tiempo su ingreso en prisión, pero no por escaquearse del cautiverio, sino para auxiliar a otras personas que se encuentran en situación de necesidad. Con esto, Víctor Hugo enternece la justicia del hombre –véase el cumplimiento escrupuloso de la ley– con la misericordia de Dios. Antepone –no sé si intencional o inintencionalmente– la compasión cristiana al legalismo farisaico (por ser propio de los fariseos de las Sagradas Escrituras).
Al protagonista, como en casi todos los relatos, le surge un antagonista, que es un inspector de policía llamado Javert; quien se caracteriza por su obsesión por que Jean Valjean cumpla su condena, por mucho que haya enmendado sus culpas a través de sus obras de piedad. Aquí, se puede percibir a un hombre obcecado con el cumplimiento de la ley, hasta el punto de anteponerlo al bien y a la misericordia, tal y como hacían los fariseos.
En resumen, si el prófugo Jean Valjean simboliza la misericordia cristiana, el policía Javert representa el fariseísmo, tan aborrecido por Jesucristo. También, cabe hacer mención honorífica al talante compasivo del obispo Myriel, quien perdona al protagonista después de que le robase una cubertería de plata, gesto que contribuye decisivamente a que éste diese un giro copernicano en su vida.
A lo dicho, cabe añadir que, en Los miserables, el cristianismo es presentado no como la religión que libera –a machamartillo y por las bravas– a los desdichados de su desdicha, sino como la que consuela y acompaña a los afligidos en la tribulación.
A modo de conclusión, considero pertinente hacer hincapié en una realidad bastante desconocida, que consiste en que Víctor Hugo, tras intentar persuadir a San Juan Bosco de que dejara la religión, se invirtieron las tornas, resultando ser el literato francés el persuadido. No sólo se hizo amigo de este santo sacerdote, sino que se convirtió y además, le pidió que fuese asistido por un cura católico en el momento de su muerte.
Si, al tiempo de su defunción, no hubo un sacerdote junto a su cama para confesarle, fue porque los familiares y amigos del escritor ejercieron de parapeto, de muro de contención, debido a su acerbo y acerado anticlericalismo.
Sin embargo, el cardenal Guibert, arzobispo de París, habría consolado al sacerdote que intentó socorrer a Víctor Hugo con estas palabras rebosantes de esperanza: «No tiene por qué sentirse mal. Usted no estaba junto a la cabecera de Víctor Hugo cuando murió, pero estoy seguro de que el Señor sí lo estaba».