Espectacular reflexión cristiana sobre 'La Odisea'
La Odisea, magna obra publicada en torno al siglo VIII antes de Cristo, cuya autoría es atribuida al sin par Homero, atesora una enseñanza que, a mi juicio, podría ser interpretada como la base sobre la que se fundamenta el pensamiento cristiano.
Ulises, tras disfrutar de una apacible estancia en el Hades, decide zarpar y continuar su travesía rumbo a Ítaca. El camino no estaría exento de peligros; en concreto, habría uno que ningún ser humano sería capaz de superar: éste es el tránsito en derredor de la isla de las sirenas. Los melodiosos y arrobadores cánticos entonados por aquellas sirenas eran capaces de obnubilar a cualquier persona, de doblegar toda voluntad, por implacable que fuese.
En consecuencia, Ulises pidió a sus compañeros de tripulación ser maniatado -atado de pies y manos- a un mástil, con el objetivo de disfrutar del irresistible magnetismo de esas voces, pero sin posibilidad de que tales seres mitológicos le atrapasen (debido a que su cuerpo estaría sujeto a conciencia). Los tripulantes de la embarcación, por su parte, cubrieron sus oídos de cera, para, directamente, no escuchar semejantes cantos de sirena y así, evitar cualquier tentación.
Una vez se adentraron en el radio de acción de aquellas sirenas, Ulises intentó zafarse –a toda costa– de las cuerdas que le tenían amordazo, pero, allí, estaban sus compañeros de viaje para asirle al mástil con más fuerza (las veces que fuera necesario). Solo de esta manera, lograron sortear tamaña afrenta con éxito.
¿Qué conclusiones podemos extraer de este episodio homérico? La primera, que es preferible esquivar la tentación antes que enfrentarse a ella; la segunda (y en mi modesta opinión, la más importante), que cuando no seamos capaces de enfrentarnos a un peligro, necesitamos implorar una ayuda adicional, debido a nuestra fragilidad humana.
Desde mi óptica, este fragmento de La Odisea nos conduce irremisiblemente hacia una de las máximas del cristianismo: reconocer con humildad el aforismo bíblico «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5), el cual brotó directamente de los labios de Jesús.
El teólogo Jacques Philippe, en su opúsculo La paz interior (uno de los libros de espiritualidad más recomendados, de menos de cien páginas de extensión), matiza que Cristo «no ha dicho: no podéis hacer gran cosa, sino ‘no podéis hacer nada’ ».
A esto, Philippe agrega que Dios permite que experimentemos «fracasos, pruebas y humillaciones», puesto que «son necesarias para convencernos de nuestra radical impotencia para hacer el bien por nosotros mismos».
Cuando tenemos la tentación de enfadarnos con Dios por el hecho de permitir que suframos amargos momentos de tribulación, solemos argumentar que lo hace para respetar nuestra libertad, y debido a que fuimos expulsados del Paraíso por culpa de Adán y Eva (causa del Pecado Original y de que vivamos en un mundo plagado de maldad e imperfecciones). Esto es cierto, pero Jacques Philippe nos ofrece una respuesta de mayor trascendencia teológica: aprender a reconocer que, sin el auxilio del Señor, no podemos hacer nada, por muy fuertes que nos podamos llegar a considerar.
De esto, se puede inferir que el sufrimiento permitido por el Señor no es una demostración de crueldad y masoquismo, sino una escuela de aprendizaje, orientada a seres que necesitamos experimentarlo para esclarecer nuestro limitado entendimiento (limitación intelectiva provocada, en buena medida, por el Pecado Original). Por algo, Santa Teresa de Lisieux aseveró que «Dios no permite sufrimientos inútiles».
Por todo lo dicho, me gusta relacionar el hecho de estar en Gracia de Dios con decidir voluntariamente que me aten al mástil de Ulises y que me embadurnen los oídos de cera ante los cantos de sirena, en vez de intentar combatirlos con mi propia fuerza de voluntad. Por esto, precisamente, pienso que Cristo incide con tanto entusiasmo en que cultivemos la virtud de la humildad, en que admitamos humildemente que, sin Él, no podemos hacer nada.
Ulises no confió su victoria a su fuerza de voluntad, sino que decidió voluntariamente que le sujetasen al mástil con vigor. Esto lo relaciono con la proverbial cita de María, Virgen y Madre, esa que reza: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1:35-38).
María declara con estas palabras que no se pertenece, que es propiedad del Señor, en Quien ha puesto toda su confianza. En síntesis, le dio un «sí» a Dios voluntariamente, pero no confió en su propia voluntad al margen del Altísimo.
A modo de conclusión, me gustaría incidir en un defecto que le veo a la voluntad de Ulises: pidió que le atasen al mástil, pero no que le taponasen con cera los oídos. Quiso esquivar los tentadores cánticos, pero, a su vez, se expuso negligentemente a ellos, aprestándose a disfrutar un poco de las cautivadoras melodías. En cierto modo, no cabe duda de que jugó con la tentación; y frente a una actitud como ésta, el Padre Pío nos alentaría a no dialogar con ella.