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TRIBUNAElio Gallego

De la decadencia al odio a sí mismo

Lo que está pasando en Europa, y en el conjunto de Occidente, es otra cosa, posee otra naturaleza. Es algo más que una simple decadencia. Lo que está pasando ahora es que la tendencia hacia el fin de la Europa que hemos conocido se celebra, se anima y se promociona

«Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que solo puede considerarse como algo patológico». Esta frase de Josef Ratzinger pronunciada en Berlín el 28 de noviembre del 2000 no parece haber perdido con el paso del tiempo ni un ápice de actualidad, más bien al contrario. Hasta el punto de qué pasados estos años, la observación hecha por el que más tarde subió a la Sede de Pedro con el nombre de Benedicto XVI ha alcanzado todo su dramatismo.

Por su parte, Oswald Spengler, en su celebérrima obra, La decadencia de Occidente, había anunciado hace un siglo el previsible fin de nuestra civilización. Desde un cierto carácter biologicista, Spengler reflexionaba tras el fin de la Primera Guerra Mundial que una civilización, como todo lo vivo, se hallaba sometida a un ciclo de nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte. Y, como es lógico, la civilización que hemos convenido en llamar «occidental» no iba a ser una excepción. Es más, los signos que apuntaban a que Europa se hallaba en el momento de la decadencia no le ofrecían al pensador alemán ninguna duda. Cien años después, esta idea de «decadencia de Occidente» lejos de haber perdido actualidad se ha tornado un lugar común, casi trivial entre nuestra élite intelectual. Baste mencionar la obra de Michel Onfray que lleva este mismo título y publicada recientemente.

No obstante, una cosa es un proceso de decadencia y otra muy distinta un proceso de «odio a sí mismo». Entre una y otra descripción existe un abismo. Nadie ha pensado, por ejemplo, que la decadencia del Imperio romano estuviera acompañada por un odio del Imperio a todo lo romano, por odio o rechazo «hacia sí mismo», a su historia y a su identidad. De hecho, esta decadencia fue vivida por sus protagonistas como un fenómeno indeseado y al que había que combatir; y tanto más indeseado cuanto más aparecía ante sus ojos, como un proceso que no se alcanzaba a revertir a pesar de todos sus esfuerzos.

Lo que está pasando en Europa, y en el conjunto de Occidente, es otra cosa, posee otra naturaleza. Es algo más que una simple decadencia. Lo que está pasando ahora es que la tendencia hacia el fin de la Europa que hemos conocido se celebra, se anima y se promociona. No se trata ya de que los europeos y occidentales en general tengan muy pocos hijos, sino que para la clase dirigente de estos países esta circunstancia parece un constituir un tiempo favorable de cara a promover un cambio religioso, cultural y étnico a gran escala, como si de una gran oportunidad histórica se tratase. El pensamiento que parece alimentar esta pulsión suicida se hallaría en la convicción de que tras la muerte del viejo Occidente nacería un «hombre nuevo», un hombre no determinado por la pertenencia a una patria o a una concreta y determinada tradición cultural. Se trataría de un hombre nuevo sin fronteras, abierto por entero a lo «global», sin condicionantes históricos o culturales.

Pero sea cual fuese la explicación que pudiera darse de este fenómeno de autorrepudio civilizacional conviene, antes de proseguir en estas consideraciones, constatar un hecho, y es este: su carácter inédito. Es necesario afirmar que una cosa así no había sucedido nunca con anterioridad. Dicho de otro modo, que no se conoce de ninguna civilización pasada o presente que haya actuado con esta pulsión autoaniquiladora de sí misma.

Un carácter inédito que nos remite a otro aspecto de nuestro momento histórico que carece igualmente de precedentes, y es la voluntad consciente y sistemática de construir una «ciudad de los hombres» sin fundamento divino alguno. Cuando Plutarco observa que «es cosa más fácil fundar una ciudad en el aire que constituir una ciudad sin la creencia de los dioses», pone voz a la sabiduría de la Humanidad de todos los tiempos. Por vez primera existe, y conviene insistir en esto, una clase dirigente ilustrada que rechaza de plano esta convicción ancestral de todos los pueblos y ha optado por conducirnos hacia el momento culminante de lo que bien puede calificarse como el «Gran Experimento», un Gran Experimento consistente en la edificación de un mundo como si Dios no existiese.

Llegados a este punto, conviene hacerse esta pregunta: ¿existe alguna conexión causal entre ambos fenómenos inéditos en la Historia, es decir, entre la pulsión que nos conduce al odio de sí mismo, de un lado, y al abandono o rechazo del fundamento divino de las cosas, de otro? Pero quizá, también, llegados a este punto, convenga dar la palabra a los que más y mejor han pensado estas cosas. Y me refiero muy concretamente al filósofo francés Rémi Brague, quien con el título «¿Por qué el hombre occidental se odia a sí mismo?», reflexionará sobre tan radical materia, en un evento organizado por NEOS en el Auditorio de la Mutua Madrileña este lunes 18 de noviembre a las 19.30 horas. Conviene, sin duda, escucharle.

Elio Gallego es el director del Centro de Estudios, Formación y Análisis Social CEU - CEFAS