Solidario con los de lejos, no con los de cerca
Es estupendo ver a todos esos voluntarios derrochándose y desviviéndose por personas 'random' –como suelen decir los jóvenes ahora– que ni remotamente conocían unas horas antes
Tenemos los humanos –unos cuantos de ellos, al menos– un prodigioso resorte que salta con fuerza ante la desgracia del vecino. Lo hemos comprobado estos días pasados con los miles de voluntarios que han acudido en riadas –saludables esta vez– a socorrer a los que lo han perdido todo en Valencia. ¡Qué cantidad de jóvenes! ¡Cuánta generosidad por su parte! «No todo está perdido», han exclamado entusiasmados los más apocalípticos cuando han contemplado tantos gestos heroicos de las nuevas generaciones. Estos jóvenes han cumplido –seguramente sin saberlo– esa máxima que pronunció Paul Claudel: «La juventud no está hecha para el placer, sino para el heroísmo»
Y es verdad: es estupendo ver a todos esos voluntarios derrochándose y desviviéndose por personas random –como suelen decir los jóvenes ahora– que ni remotamente conocían unas horas antes. Las aguas han vuelto a su cauce –literalmente–, las calles se van despejando, los que lo han perdido todo van, poco a poco, rehaciendo sus vidas y los políticos, a lo suyo: a tratar de enfangar al oponente a costa del fango de días pasados.
¿Y los voluntarios? Casi todos ellos han regresado ya a sus casas con el cuerpo agotado y la satisfacción en el alma. ¿Nos atreveremos a llevar esa riada de solidaridad a nuestro día a día? ¿O la guardaremos, por el contrario, en el cajón de nuestros buenos recuerdos hasta la próxima desgracia colectiva, cuando la volveremos a sacar?
Permítanme la ingenuidad, pero, ¿se imaginan que lográramos que lo que se ha vivido estos días en Valencia lo trajéramos de vuelta a nuestros hogares? Porque es maravilloso ayudar a achicar el agua del garaje de una familia desconocida, pero es todavía mejor si después saludo con cordialidad a mis vecinos con los que me cruzo cada día. Tiene mucho mérito desescombrar una calle, pero también es meritorio no apoyar los pies en el asiento de enfrente en el autobús de línea «porque voy más cómodo», olvidándome del siguiente pasajero que se sentará en él.
Hay cientos de oportunidades para practicar la solidaridad –la caridad, en cristiano– cada día. No hace falta irse lejos para hacerlo. A veces resulta más sencillo ser solidario con los de lejos que con los que nos rodean, con los que conocemos, con los que vemos cada día. Pero vale la pena. Martín Descalzo solía repetir que «nadie está llamado a cambiar el mundo, pero sí su mundo». ¿Empezamos?