Dios juega al escondite
¿Dónde están los brotes verdes en mi vida? Porque los hay, aunque quizás no lo crea. ¿Los cuido, los riego y los protejo, o pienso que son demasiado pequeños e insignificantes como para «perder el tiempo» con ellos?
Hace unos días, publicamos en estas mismas páginas el testimonio de Matthieu, un bombero de París que se convirtió durante la noche aciaga de 2019 en que la catedral de Notre Dame ardió por los cuatro costados. Cuando Matthieu accedió al templo junto a su brigada, observó que «la cruz sobre el altar brillaba intensamente en medio de las llamas». «¡Pero, ojo! No estaba iluminada», advertía. «Era la propia cruz la que difundía la luz. ¡Solo la veíamos a ella! Entonces experimenté una gran paz, y sentí que no debía tener miedo», confesó poco después el bombero. Afuera, frente a la catedral, decenas de personas oraban de rodillas, espantadas por la magnitud de la tragedia.
A Dios le gusta jugar al escondite. Mientras todos observábamos en nuestras pantallas las llamaradas que atravesaban los muros y vitrales de Notre Dame, Dios, sin hacer ruido, sin alharacas y en la oscuridad, traspasaba el corazón y el entendimiento de un bombero. Mientras Matthieu y sus compañeros apagaban el incendio, otro fuego, acaso mayor, prendía en su interior. Todos mirábamos el edificio en llamas, pero el Señor contemplaba el corazón de su hijo Matthieu, más valioso a sus ojos que cualquier templo de piedra.
¿No nos pasa algo así en nuestras propias vidas? A veces, la angustia, las preocupaciones, los miedos y las incertidumbres parecen que se van a llevar todo por delante. Nuestro edificio está a punto de colapsar. Pensamos que Dios nos ha olvidado, que se ha desentendido de nosotros, que juega al escondite, que el Mal es más fuerte. Y, quizás, no llegamos a descubrir la acción de Dios, silente y humilde, en nuestra vida. ¡Es tan pequeña y aparentemente insignificante que no reparamos en ella! Tal vez el Señor ha movido a una persona cercana a llamarnos; o pone en nuestras manos una buena lectura; o nos regala un testimonio que nos conmueve. Pero estoy tan ocupado con las llamas de mi vida que no soy capaz de ver en ese pequeño gesto la mano de Dios que me busca.
Algo parecido le pasó a Pedro cuando saltó de la barca de sus seguridades para caminar sobre el agua buscando a Cristo: «Pero viendo la fuerza del viento tuvo miedo, y empezando a hundirse, gritó: '¡Señor, sálvame!'» (Mt 14, 30). Su mirada quedó fija en el peligro en lugar de en el Señor que le llamaba.
Me recuerda también a una excelente película de animación producida por Dreamworks —la productora de Steven Spielberg—: José, rey de los sueños, basada en la historia de José del libro del Génesis. Este había sido apresado por el faraón y encerrado en prisión. Cuando estaba a punto de la desesperación y de maldecir a Dios por haberle abandonado, se da cuenta de que en el suelo de su celda ha brotado una pequeña y frágil plantita. De pronto, José se olvida de sí mismo y se consagra a cultivarla: cava una pequeña zanja a su alrededor; trata de que la exigua luz del sol le llegue bien y la va regando, hasta que la débil plantita se convierte en un frondoso árbol que llena toda la estancia. José no ignora el minúsculo brote verde, sino que sabe ver en él una señal —pequeña y humilde— con la que Dios le confirma que sigue de su parte.
¿Qué habría ocurrido si José se hubiese quedado sumido en el abatimiento, maldiciendo su suerte? Seguramente, la débil planta habría terminado muriendo. La moraleja creo que es obvia: ¿Dónde están los brotes verdes que pone Dios en mi vida? Porque los hay, aunque quizás no lo crea. ¿Los cuido, los riego y los protejo, o pienso que son demasiado pequeños e insignificantes como para «perder el tiempo» con ellos?
Es Navidad: Dios se hace Niño. Esa es la señal de las señales: un bebé débil, indefenso y frágil. Mientras el mundo contempla horrorizado las llamas que parecen querer arrasar con todo, no temamos. Dios ha mandado su señal, a su Hijo, en el silencio, la quietud y la humildad. Es el brote verde que necesitábamos. Feliz Navidad.