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Juan Antonio Martínez Camino

Benedicto XVI, dos años después: Salvados en esperanza, no por el progreso

Las modernas ideologías ateas han convertido la espera de un futuro mejor en la utopía del progreso. Frente a las carencias presentes, prometen un paraíso en la tierra, donde todas las aspiraciones humanas se verán cumplidas

Hace ya dos años de la muerte de Benedicto XVI, aquel 31 de diciembre de 2022 bien de mañana. Pero, ¿nos hemos quedado sin él? Fue lo que temimos ya aquel otro 11 de febrero de 2013, cuando su renuncia al ministerio petrino. Sin embargo, todo apunta a que sigue con nosotros, tan presente como siempre o quizás más. Su figura y su enseñanza nos acompañan. En la gran familia de la Iglesia católica, a la que ni siquiera la muerte es capaz de romper, todos permanecemos unidos siempre. Pero, cuando en esa gran «comunión de los santos» alguien ha hecho y hace presente a Jesucristo de un modo tan vigoroso como el Papa profeta de la esperanza, la cercanía es aún mayor.

En su inolvidable encíclica Spe salvi (2007) Benedicto XVI recuerda que la salvación de Jesucristo no es meramente cosa del futuro. Estamos ya salvados, no del todo aún, pero sí en esperanza.

El hombre moderno está especialmente pendiente del futuro, porque se ha vuelto más consciente de que sus capacidades se encuentran muy condicionadas por las circunstancias del presente. Espera una liberación. La Modernidad es el tiempo de las revoluciones y de las promesas de tiempos mejores en esta tierra, más pacíficos, más libres, más confortadores. Las modernas ideologías ateas han convertido la espera de un futuro mejor en la utopía del progreso. Frente a las carencias presentes, prometen un paraíso en la tierra, donde todas las aspiraciones humanas se verán cumplidas. Todo, en virtud de un supuesto desarrollo de las potencias y poderes humanos que conduciría inexorablemente a la Humanidad de la ignorancia a la ciencia y de la brutalidad a la perfección moral.

En Spe salvi, Benedicto XVI analiza con maestría el origen de la ideología del progreso y propone como alternativa la esperanza cristiana. No es el primero que ha puesto en cuestión el mito moderno del progreso. Pero su voz destaca entre quienes se han rebelado contra esa peligrosa utopía. Hace poco se podían leer en estas páginas de El Debate estas frases de Mary Harrington:

«Yo no creo en el progreso. Cuando digo esto, la gente suele reaccionar con sorpresa. ¿Cómo no creer en el progreso? ¿No es obvio que el mundo es mucho mejor hoy que hace mil años? Bueno, no quiero decir que crea que nada mejora nunca. Tampoco quiero decir que crea que todo siempre empeora. Tampoco quiero decir, obviamente, que nada cambie nunca. Por supuesto que las cosas cambian. Pero no creo que la historia vaya de un punto a otro, a lo largo de un camino lineal en el que, según alguna métrica moral, las cosas mejoran en un sentido absoluto».

La experiencia de la maternidad hizo que Mary Harrington evolucionara desde un feminismo radical «progresista» a una comprensión realista del ser humano, que expone en su libro de 2023, titulado abiertamente Feminismo contra el progreso. No sé si Harrington conoce Spe salvi. Pero su crítica de la ideología del progreso coincide llamativamente con la de Benedicto XVI. Por ejemplo, cuando escribe en su conferencia de Barcelona reproducida por El Debate:

«Ser moderno, tecnológico, progresista, es ver el mundo en términos de cómo puede ser utilizado para que podamos mejorarlo y realizar el paraíso en la tierra. Ya sean minerales, animales, plantas u otras personas, la modernidad me invita a verlos en términos de lo que puedo obtener de ellos. ¡Pero la maternidad es justo lo contrario! No cuido de mi hija porque tenga en mente un objetivo utilitario, sino porque nos pertenecemos mutuamente, y eso hace que cuidarla sea también una necesidad para mi existencia».

Donde tal vez los caminos de la escritora británica y el papa teólogo no coincidan del todo sea en la forma de entender que el mito de progreso constituya una secularización de la concepción cristiana de la historia como camino de salvación. Harrington escribe:

«El 'progreso' es una versión de la escatología cristiana. [...] La principal razón por la que no vemos el Progreso inmediatamente como algo específicamente cristiano es porque hemos eliminado su parte espiritual. El progreso nos dice que ya no necesitamos el relato cristiano: Creación, Caída, Crucifixión, Segunda Venida. Ya no necesitamos una visión sustantiva del bien. Ya no necesitamos a Dios, el alma o el más allá [... Pero] de hecho, es una visión del mundo profundamente religiosa, aunque pretenda ser neutral, científica y utilitaria».

Benedicto XVI considera que la ideología del progreso es efectivamente una secularización radical del cristianismo que ha hecho del Progreso en un exitoso sustitutivo fraudulento de Dios. El Progreso está, pues, muy lejos de ser «algo específicamente cristiano», sino justamente una dramática perversión del cristianismo.

En su obra de madurez, Jesús de Nazaret (2007-2012), Ratzinger expone precisamente la fe cristiana como alternativa a la ideología del progreso. Una ideología que no está sólo fuera de la Iglesia, sino que ha afectado a la vida cristiana y a la teología misma. Ratzinger escribe en diálogo crítico con esa teología tocada por el racionalismo inmanentista característico de la moderna ideología del progreso. Es de rabiante actualidad. Merece la pena recordar el núcleo de ese libro fascinante:

1. Había que dar respuesta al enorme desafío planteado por las filosofías racionalistas e inmanentistas de los últimos siglos. En el fondo, se trata de la secularización de la escatología, que ha mundanizado la esperanza cristiana.

2. Tal desafío se resume en la que Ratzinger llama «la gran pregunta» que subyace a lo largo de todo el libro: «¿Qué ha traído Jesús en realidad?» (139). «Jesús nos dice también a nosotros lo que replicó a Satán y dijo a Pedro y explicó a los discípulos de Emaús: que ningún reino de este mundo es el reino de Dios, el estado salvífico de la Humanidad en cuanto tal. Un reino humano es un reino humano, y quien afirma que puede construir un mundo paradisíaco consiente en el engaño de Satanás y pone el mundo en sus manos [...] ¿Qué ha traído Jesús en realidad si no ha traído la paz mundial, ni el bienestar para todos, ni el mundo mejor? La respuesta es muy sencilla: A Dios. Ha traído a Dios. [...] Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que, como hombres que viven en este mundo, hemos de tomar. Jesús ha traído a Dios y con ello la verdad sobre nuestro destino y nuestro origen; la fe, la esperanza y la caridad. Sólo por la dureza de nuestro corazón creemos que esto es poco. Sí, el poder de Dios es silencioso en este mundo, pero es el poder verdadero, el permanente. [...] Jesús ha vencido en la lucha contra Satanás: a la divinización mendaz del poder y el bienestar, a la promesa falsa de un futuro que merced al poder y a la economía proporcionará todo a todos, Jesús le ha contrapuesto el ser Dios de Dios: Dios como el verdadero bien del hombre» (139-140).

3. Las ideologías racionalistas e inmanentistas divinizaron las capacidades humanas, al darlas por capaces de construir un mundo suficiente para la vida humana en todos sus aspectos. En esa perspectiva Dios en cuanto Dios resulta superfluo y carente de realidad. El mensaje cristiano y, en particular, el contenido en la Sagrada Escritura fue abordado con métodos modelados por esas ideologías, que excluían la posibilidad de una actuación verdaderamente divina, diversa de la propia actividad humana. Ese fue el comienzo de los llamados métodos histórico-críticos, que se acercaban a los textos de la Iglesia como supuestos documentos sólo del pasado en de los que habría que expurgar todo lo divino.

4. Que Jesús fuera el Hijo de Dios, habría de ser explicado para ser eliminado. Porque es algo contrario a los presupuestos ideológicos del racionalismo inmanentista. Así, una cierta exégesis protestante comenzó por intentar entender a Jesucristo al margen de la Tradición viva de la Iglesia, echando mano de la teoría de la primitiva «helenización» del cristianismo. El profeta de lo humano Jesús habría sido convertido por la Iglesia en un hijo de Dios al estilo de las divinidades helénicas. El paso siguiente fue separar a Jesucristo de los Evangelios, de la Escritura, alegando que ya Pablo y los evangelistas habría construido una imagen de Jesús alejada del simple y simpático predicador del Reino de la fraternidad y lo habrían transmutado en un ser divino glorificador del sufrimiento, más que predicador del amor. Al final, había que creer más a los intérpretes que a la Escritura Santa y que a la Iglesia, a quien aquella había sido dada por el Espíritu y en cuyo seno seguía teniendo su sentido y su fecundidad originarios.

5. Pero todo este proceso acaba poniendo en manos humanas el principio y el futuro de la Humanidad ¿Con buenos frutos para el mundo? Véanse los ofrecidos por el trágico siglo XX ¿Con una esperanza capaz de alimentar el corazón humano? Véase la desesperanza creciente y la falta de fe no sólo en Dios, sino en sus pretendidos sucedáneos terrenos.

6. Ante esta situación teológica y cultural, Ratzinger presenta a un Jesús, cuya verdad es la reconciliación de Dios con el hombre y del hombre con Dios en su persona divina, en la que de un modo único se finaliza su naturaleza humana en favor de todos. ¿Cómo lo hace?

7. En el ejercicio de la exégesis histórico-crítica, con cuidadoso discernimiento de su autenticidad, es decir, poniendo a prueba lo que haya en cada caso de resultado histórico o de imperativo de presupuestos filosóficos racionalistas. Este discernimiento puede hacerlo un método histórico guiado por una razón abierta a la trascendencia. Pero no lo puede hacer de modo conclusivo. De los análisis históricos, por buenos que sean, no se deriva nunca el conocimiento pleno de Dios, es decir, la fe salvífica.

8. El conocimiento completo de Jesucristo y de su identidad plena como revelador de Dios en su propia persona no ha sido dado a la Academia, sino a la Iglesia, a la comunidad de los testigos, de los santos, en la que se recibe la Escritura como Palabra de Dios y en la que se celebran los sacramentos, realización divina de la Palabra. Por tanto, quien quiera estar con Jesús en su verdad, ha de ser alguien que se sepa parte del gran sujeto que es la Iglesia. Es la «exégesis teológica» de la que habla el Concilio Vaticano II en Dei Verbum 12.

9. Tal presentación no se puede obtener con un método meramente histórico y, menos aún, guiado por un racionalismo cerrado a la trascendencia de Dios. La Escritura Santa no es un simple documento histórico de unos hechos del pasado. La Escritura es el testimonio escrito de la revelación de Dios, cuyos garantes fundamentales son los testigos de la resurrección, los apóstoles y los santos. La Escritura sin la Tradición viva no es capaz de transmitir la realidad de la Revelación divina: la realidad plena del reinado de Dios manifestado en la Cruz salvadora de Jesús. Salva el Amor, no el conocimiento.

10. Si esto es así, ¿cómo se justifica ante la ciencia histórica la confesión de fe de la Iglesia en Jesús como el Señor? Hansjürgen Verweyen ha dicho que Ratzinger, igual que Bultmann, no da respuesta a esta pregunta. Tal afirmación ha de ser matizada. La necesaria interacción de exégesis y dogma, de historia y confesión de fe, es explicada por Ratzinger en los siguientes términos: La Escritura no es la Revelación, sino su referencia escrita auténtica. Por eso, para interpretar la Escritura en el sentido propio de la Revelación de la que ella da testimonio, es necesario el asentimiento al testimonio más amplio acerca de la Revelación, que ha sido confiado a toda la Iglesia. El testimonio personal, es decir, el de los apóstoles y los santos, constituye el horizonte último de interpretación de la historia de la salvación, cuyo punto culminante es la cruz y la resurrección de Jesús de Nazaret.

Si hay un feminismo colonizado por el mito del progreso, también hay una teología deudora del mismo. Al denunciar esa fábula de los tiempos modernos y los peligros que comporta, Ratzinger presta una ayuda inestimable para superar la utopía y acoger la esperanza verdadera. Ésta no nace más que del Amor divino, manifestado en el Corazón traspasado del Señor. Benedicto XVI está con nosotros. Es un gran inspirador de la esperanza que no defrauda, lema del Año Santo 2025.

Juan Antonio Martínez Camino es obispo auxiliar de Madrid