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Pepe Fernández del Campo

¿Inteligencia...? artificial

Para la tradición filosófica y católica, la inteligencia no es solo una capacidad operativa de procesamiento de datos o resolución de problemas, sino una facultad profundamente vinculada a la búsqueda del bien, la verdad y el sentido trascendente

El concepto de inteligencia ha sido objeto de reflexión filosófica desde los albores de la civilización. En la Antigua Grecia, Platón y Aristóteles sentaron las bases para comprenderla como una capacidad distintiva del ser humano. Para Platón, la inteligencia era la herramienta para acceder al mundo de las ideas, esa realidad trascendental que subyace a las apariencias sensibles. En su obra La República, destacaba que la capacidad de razonar y contemplar las verdades universales es lo que eleva al ser humano por encima de lo puramente material. Aristóteles, por su parte, abordó la inteligencia desde un enfoque más práctico, introduciendo el concepto de phronesis o sabiduría práctica, que permite discernir y actuar correctamente en situaciones concretas, alineando el pensamiento con la virtud.

Con el auge del cristianismo, estas ideas se enriquecieron con una dimensión espiritual. La inteligencia fue entendida como una de las potencias del alma, junto con la memoria y la voluntad. Según Santo Tomás de Aquino, la inteligencia humana es un don divino que permite al ser humano conocer la verdad, y esta verdad última es Dios. En este marco, la inteligencia no solo es una herramienta para comprender el mundo, sino también una facultad orientada a la trascendencia, que guía las acciones hacia el bien y la contemplación divina.

En la modernidad, con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, el concepto de inteligencia comenzó a desligarse de su dimensión trascendental para centrarse en sus aspectos funcionales y materiales. René Descartes, con su enfoque racionalista, ya había establecido una separación entre mente y cuerpo en el siglo XVII, al afirmar que el pensamiento, como característica distintiva del ser humano, era una propiedad inmaterial del alma racional. Sin embargo, en el pensamiento moderno y contemporáneo, esta visión espiritual de la inteligencia fue desplazada por un enfoque más mecanicista. Filósofos como Thomas Hobbes consideraron que el pensamiento humano podía entenderse como un cálculo, sentando las bases para una concepción funcional de la mente como procesadora de información, una idea que sería retomada siglos después por la inteligencia artificial.

Esto alcanzó un punto de inflexión en el siglo XX con el surgimiento de la inteligencia artificial, que plantea la posibilidad de emular capacidades tradicionalmente humanas mediante sistemas tecnológicos. Fue en 1950 cuando Alan Turing publicó su famoso artículo Computing Machinery and Intelligence, en el cual planteó la pregunta: ¿Pueden las máquinas pensar?. Turing propuso el «Test de Turing» como un método práctico para evaluar la inteligencia de una máquina, basándose en su capacidad de imitar con éxito las respuestas humanas en un diálogo. Más adelante, en 1956, John McCarthy, junto con otros investigadores, acuñó el término «Inteligencia Artificial» durante la conferencia de Dartmouth. La IA se definió entonces como la ciencia y la ingeniería de crear máquinas capaces de realizar tareas que requieren inteligencia humana, como el aprendizaje, el razonamiento y la resolución de problemas.

Esta transición marca un cambio profundo en la manera de entender la inteligencia, llevándola de una concepción espiritual, vinculada a la búsqueda del bien y la verdad, a una visión puramente mecanicista y utilitaria. La pregunta de si las máquinas realmente pueden «pensar» sigue siendo un punto de debate, particularmente desde perspectivas filosóficas y religiosas, que enfatizan que la inteligencia auténtica no puede reducirse a la imitación de comportamientos humanos, sino que requiere conciencia, voluntad y una orientación hacia fines trascendentes.

El transhumanismo, un movimiento filosófico y tecnológico contemporáneo, profundiza aún más esta transformación. Propone trascender las limitaciones humanas mediante la integración de tecnología avanzada, buscando mejorar capacidades físicas y cognitivas, y, en última instancia, superar la mortalidad. Para los transhumanistas, la inteligencia no es un atributo exclusivo del alma humana, sino una capacidad que puede ampliarse, replicarse y optimizarse mediante herramientas como la IA. Este enfoque representa un desafío para las visiones tradicionales, como la cristiana, al plantear una ruptura con la idea de que la inteligencia humana está intrínsecamente ligada a la espiritualidad y a un propósito trascendente.

En este contexto, la evolución del concepto de inteligencia, desde los clásicos hasta las propuestas transhumanistas, plantea una pregunta esencial: ¿es legítimo llamar «inteligencia» a lo que realizan las máquinas? Para la tradición filosófica y católica, la inteligencia no es solo una capacidad operativa de procesamiento de datos o resolución de problemas, sino una facultad profundamente vinculada a la búsqueda del bien, la verdad y el sentido trascendente. Desde esta perspectiva, lo que llamamos «inteligencia artificial» no puede considerarse realmente inteligencia, ya que carece de alma, voluntad y orientación hacia la verdad última, que es Dios.

Reducir la inteligencia a una mera capacidad funcional, como ocurre en los desarrollos tecnológicos actuales, desvincula esta facultad de sus valores esenciales, convirtiéndola en un instrumento de eficiencia, poder y, potencialmente, manipulación. Este debate no es solo filosófico, sino también ético y espiritual, pues redefine lo que significa ser humano y plantea el riesgo de perder de vista la dignidad y el propósito trascendente que diferencian al ser humano de cualquier creación tecnológica.

  • Pepe Fernández del Campo es licenciado en Derecho, Máster en Derecho de la IA y doctorando en la IA en la internacionalización de empresas