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Álex Navajas
Álex Navajas

Dos rostros ante la muerte

Lo que sí puedo hacer es observar el rostro de los dos, el de Luis y el de Cecilia María, pocos días antes –en ambos casos– de su fallecimiento, y pedirle al buen Dios que nos conceda una muerte como la de «la carmelita de la sonrisa»

Actualizada 10:02

Luis Acebal Monfort y la hermana Cecilia María de la Santa Faz

Luis Acebal Monfort y la hermana Cecilia María de la Santa Faz

Ayer publicamos en estas páginas el abrumador testimonio de la hermana Cecilia María de la Santa Faz, «la carmelita de la sonrisa», cuyo rostro plácido, apaciguado y sonriente en la cama del hospital se viralizó en 2016 –en aquellos años ya se viralizaban las cosas–, pese a ser conocedora de que la muerte le rondaba muy cerca. O, quizás, precisamente por ello. Efectivamente, pocas semanas después fallecería, a los 42 años de edad, por un cáncer de lengua. Sin embargo, ni siquiera la muerte le pudo arrebatar su sempiterna sonrisa, y su cadáver siguió manteniendo «esa expresión serena que, a la pena, da una esperanza infinita», como escribiría Antonio Machado.

La semana pasada nos asaltó la noticia de otra muerte, pero de muy diferente cariz: un ex jesuita, Luis Acebal Monfort, había solicitado la eutanasia, y recibía la visita de un medio de comunicación pocas horas antes de que la letal inyección pusiese punto y final a su vida. Hacía tiempo que Acebal, «concebido en el Madrid de 1936, en una familia burguesa muy católica» –como recogía en su autobiografía, publicada apenas dos meses antes–, había colgado los hábitos religiosos y se unió a una mujer.

La hermana Cecilia María de la Santa Faz, con su permanente sonrisa

La hermana Cecilia María de la Santa Faz, con su permanente sonrisa

Pasados los años, falleció su esposa, y la vida de Luis quedó completamente trastocada. Los achaques de la edad comenzaron a hacer estragos en su cuerpo –«estoy muy limitado físicamente»– y el horizonte de un futuro mejor se fue desdibujando rápidamente. «No hay razón para seguir viviendo. Me siento enjaulado en mi cuerpo, necesito ayuda para casi todo, llevo meses sin salir a la calle, once operaciones…», escribía con amargura y desazón.

Había perdido la salud, a su esposa y la fe («Soy ateo. Aunque reconozco la figura de Jesús como maestro de la Historia, no creo en Dios»). Se había consumido también su esperanza, que es la mecha que mantiene encendida y expectante la vida. «¿Para qué sirve esto? No sirve para nada», se cuestionaba sin hallar una respuesta.

No puedo juzgar el santuario interior de Luis, allí donde solo hay espacio para él y Dios, ese Dios al que no reconocía. Tampoco querría hacerlo. Siento, en todo caso, una profunda tristeza leyendo su descorazonador testimonio donde se le puede contemplar encerrado en el laberinto de sí mismo, asomado al absurdo de una vida sin trascendencia, inmerso en las cenizas de unos rescoldos que se extinguen. Este antiguo soldado de san Ignacio de Loyola, que un día abandonó generosamente su casa, sus planes, sus amores y su familia para perseguir un ideal mucho más grande que él mismo, había quedado enredado en una espiral desgastante y extenuante.

Lo que sí puedo hacer es observar el rostro de los dos, el de Luis y el de Cecilia María, pocos días antes –en ambos casos– de su fallecimiento, y pedirle al buen Dios que nos conceda una muerte como la de «la carmelita de la sonrisa»; rogarle que mi autosuficiencia no me engañe y me haga creer que no le necesito o que mis firmes principios me mantienen a salvo; que mi listado de buenas obras me asegurarán mi recompensa eterna, olvidándome de que Él es quien nos mantiene a flote en todo momento.

La hermana Cecilia María de la Santa Faz ya está camino a los altares. Que ella nos enseñe a ser «santos de la sonrisa».

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