
El escritor peruano Mario Vargas Llosa en 2023
En la muerte del premio Nobel de Literatura
El 'trauma' de Vargas Llosa al cambiar La Salle por salesianos: «¡Decían palabrotas y hablaban de porquerías!»
El escritor peruano, que se recordaba como un niño «devotamente religioso» e «inocente como un lirio», posteriormente abandonó la fe
Mario Vargas Llosa volcó sus recuerdos de toda una vida —hasta ese momento, al menos— en El pez en el agua, una autobiografía que vio la luz en 1993. En esas páginas, el escritor peruano rememoraba su infancia y desgrana un episodio que le marcó con apenas diez años de edad. Su familia se había mudado a la ciudad de Talara, al norte de Perú, por lo que tuvo de cambiar de colegio.
Hasta entonces había estudiado con los Hermanos de las Escuelas Cristianas en la ciudad de Cochabamba (Bolivia), ya que «mis diabluras hicieron que mi mamá me matriculara en La Salle a los cinco años». «Aprendí a leer poco después, en la clase del hermano Justiniano», recordaba, y aseguraba que «nada resultaba tan estimulante como escribirle al Niño Jesús —aún no lo había reemplazado Papá Noel— unas cartitas con los regalos que uno quería que le trajera el 24 de diciembre».
Durante sus años con los hermanos de La Salle, «no cruzó por mi cabeza uno solo de aquellos que los confesores llamaban malos pensamientos; ellos aparecieron después, cuando ya vivía en Lima. Era un niño travieso y llorón, pero inocente como un lirio. Y devotamente religioso. Recuerdo el día de mi primera comunión como un hermoso acontecimiento; las clases preparatorias que nos dio, cada tarde, el hermano Agustín, director de La Salle, en la capilla del colegio y la emocionante ceremonia —yo con mi vestido blanco para la ocasión y toda la familia presente— en que recibí la hostia de manos del obispo de Cochabamba, imponente figura envuelta en túnicas moradas cuya mano yo me precipitaba a besar cuando lo cruzaba en la calle».
Con los hijos de San Juan Bosco
Esa «inocencia de un lirio», según relataba Vargas Llosa, se truncó súbitamente cuando llegó a Talara y comenzó quinto de Primaria en el colegio de los salesianos. Seguramente, no por «culpa» de los religiosos de San Juan Bosco, sino porque sus nuevos compañeros de pupitre «tenían uno o dos años más que yo, pero parecían aún más grandes porque decían palabrotas y hablaban de porquerías que nosotros, allá en La Salle, en Cochabamba, ni siquiera sabíamos que existían».Cuando descubrió «el verdadero origen de los bebés» se sintió horrorizado: «La revelación fue traumática», reconocía, y aparecieron los primeros escrúpulos espirituales: «Las explicaciones del sacerdote que me confesaba, el único ser al que me atreví a consultar sobre este angustioso asunto, no debieron tranquilizarme, pues el tema me atormentó días y noches y pasó mucho tiempo antes de que me resignara a aceptar que la vida era así, que hombres y mujeres hacían esas porquerías». Tras una nueva mudanza, el pequeño Mario volvió a un colegio de La Salle.
El odio a su padre
Más adelante apareció una nueva pasión que le acompañaría el resto de su vida: el odio hacia su padre. «Deseaba que le sobrevinieran todas las desgracias del mundo», confesaba. «Junto con el terror, me inspiró odio», añadía, algo que «me llenaba de espanto, porque odiar a su propio padre tenía que ser un pecado mortal, por el que Dios me castigaría», proseguía el futuro Nobel con sus conflictos de conciencia. «En La Salle había confesiones todas las semanas y yo me confesaba con frecuencia; siempre tenía la conciencia sucia con esa culpa, odiar a mi papá y desear que se muriera para que yo y mi mamá volviéramos a tener la vida de antes. Me acercaba al confesonario con la cara ardiéndome de la vergüenza por repetir cada vez el mismo pecado», reconocía.
Su padre «se burlaba de lo beatos que eran los Llosa, y de esa mariconería que me habían inculcado de persignarme al pasar delante de una iglesia y de esas costumbres de los católicos de arrodillarse ante esos hombres con polleras que eran los curas», añadía. «Decía que para entenderse con Dios él no necesitaba intermediarios, y menos a unos ociosos y parásitos con faldas de mujeres. Pero, aunque se burlaba mucho de lo beatos que éramos mi mamá y yo, no nos prohibía ir a misa, acaso porque sospechaba que, aunque ella obedecía todas sus órdenes y prohibiciones, ésta no la hubiera respetado: su fe en Dios y en la Iglesia católica era más fuerte que la pasión que sentía por él», señala Vargas Llosa.
«No recuerdo que los Hermanos de La Salle nos abrumaran con clases de catecismo y prácticas piadosas», subraya. Teníamos un curso de religión —el que nos dio el hermano Agustín, en segundo de media, era tan entretenido como sus lecciones de historia universal y a mí me incitó a comprarme una Biblia—, la misa de los domingos y alguno que otro retiro en el año», agrega el escritor recién fallecido.
La experiencia que le rompió
En medio de estas experiencias desgarradoras, lamentablemente, un religioso, el hermano Leoncio, trató de abusar sexualmente de él. Y se produjo un cambio radical en el joven Mario: «A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios. Seguía yendo a misa, confesándome y comulgando, e incluso rezando en las noches, pero de una manera cada vez más mecánica, sin participar en lo que hacía, y, en la misa obligatoria del colegio, pensando en otra cosa, hasta que un día me di cuenta de que ya no creía. Me había vuelto un descreído. No me atrevía a decírselo a nadie, pero, a solas, me lo decía, sin vergüenza y sin temor. Sólo en 1950, al entrar al Colegio Militar Leoncio Prado, me atreví a desafiar a la gente que me rodeaba con el exabrupto: 'Yo no creo, soy un ateo'».
Posteriormente, a lo largo de su vida, el tema de la fe volvería a aparecer en algunas ocasiones en sus escritos, pero esa experiencia traumática levantó un muro casi infranqueable entre él y Dios. El Dios real ante el que, ahora, se habrá presentado, libre de las deformaciones que le causan los pecados de los hombres.