El ejercicio de la buena muerte
La expresión «vida eterna» trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, «eterno» suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo
El martes Santo, año tras año, en la localidad granadina de Puebla de don Fadrique, por la que discurre el «Camino Espiritual del Sur», que es un camino de peregrinación entre la diócesis más antigua de España, Guadix (Granada) hasta Caravaca de la Cruz (Murcia), los miembros de una congregación, «La Santa Escuela de Cristo», afrontan a puerta cerrada «el ejercicio de la buena muerte». Una práctica espiritual profunda y significativa, con raíces históricas que se remonta a siglos atrás. Su objetivo principal es preparar para el momento trascendental de la muerte, librándonos del temor y la ansiedad, abordándola con paz, naturalidad, serenidad y esperanza cristiana, como un paso hacia la vida eterna y con ello ensalzar la vida. Implica una profunda introspección y examen de nuestra vida, el arrepentimiento por los errores pasados, la búsqueda de la reconciliación y una llamada a la oración, la meditación y la recepción de los sacramentos como herramientas para fortalecer la fe y prepararse para la muerte.
La realidad mundana es que las personas en su cotidianidad tratan de esquivar la realidad de su morir. Al contrario, en esta «Escuela» cada año, al que le corresponde por turno, entre sus numerosos integrantes, afronta meditar vitalmente su muerte. El riguroso ritual de oración, meditación y penitencia no es fácil describirlo ni objeto de estas líneas; sino lo que suscita: que afrontar nuestra propia muerte sirve tanto para aprender a morir como para aprender a vivir.
En la Antigua Roma cuando, entre aclamaciones, un general desfilaba victorioso ante la multitud de la ciudad, tras él un siervo se encargaba de recordarle las limitaciones de la naturaleza humana y la fugacidad de la vida repitiéndole «memento mori» o sea «recuerda que morirás», tratando así de impedir que sucumbiera a la soberbia y pretendiese, a la manera de un dios omnipotente, usar su poder con desprecio o ignorancia de las limitaciones de la ley.
Cierto es que el poeta romano Horacio ante el futuro y la muerte instaba al Carpe diem, a vivir el presente y aprovechar el momento. Pero, ¿qué es lo que aprovecha el momento?
Frente a esa temporalidad que parece defraudar al ser humano con su precariedad, con la apariencia del rápido fluir, que hace vanas todas las cosas; al menos para los católicos el valor del tiempo y lo que aprovecha en este mundo se concibe a la luz del Misterio de la Encarnación, lo que significa -explicaba San Juan Pablo II- que la eternidad ha entrado en el tiempo y que el ser humano está llamado a hacer con Cristo el viaje desde el tiempo a la eternidad por lo que entonces al tiempo mismo se le debe reconocer un gran valor; su continuo fluir no es un viaje hacia la nada, sino un camino hacia la eternidad, en donde el verdadero peligro no es el transcurrir del tiempo sino el desperdiciarlo, rechazando la vida eterna que Cristo nos ofrece.
La muerte se muestra, entonces, como condición de la vida definitiva, aquella que va madurando en el tiempo y que gesta ya eternidad. Eternidad que como enseñaba González de Cardedal no es una adicción temporal a esta forma de existencia, sino la pura entraña del espíritu y de la libertad cuando ésta se realiza en su posibilidad suprema: la capacidad para elegir al Absoluto, consentir a Dios y acogerle como constituyente de la propia realidad personal.
Benedicto XVI, en su encíclica «Spe Salvi», refiere que tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque al considerar inadecuadamente la vida eterna ésta no les parece algo deseable, en modo alguno la quieren, sino sólo la presente y aquella les parece más bien un obstáculo, pues seguir viviendo para siempre sin fin parece más una condena que un don, pues vivir siempre sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable y cita Benedicto XVI al padre de la Iglesia Ambrosio diciendo en el sermón fúnebre por su hermano difunto:
Es verdad que la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como un remedio....En efecto, la vida del hombre, condenada por culpa del pecado a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar un fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.
Sea lo que fuere lo que San Ambrosio quiso decir exactamente con estas palabras - señalaba Benedicto XVI- es cierto que la eliminación de la muerte, como también su aplazamiento casi ilimitado, pondría a la tierra y a la humanidad en una condición imposible y no comportaría beneficio alguno para el individuo mismo. De modo que si, por un lado, no queremos morir; por otro, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente, y tampoco la tierra ha sido creada con esta perspectiva.
Actualmente, sin embargo, una especie de imperativo tecnológico nos arroja en pos de una inmortalidad terrena. Lo que en palabras de Hegel sería «la perversa infinidad».
En la novela de José Saramago «Las intermitencias de la muerte», suscitando una reflexión sobre el miedo a perder la vida, se relata la historia de un país indeterminado donde la muerte resuelve suspender su acción, de modo que la gente deja de morir; pero donde, pronto, de la euforia colectiva se pasa a la desesperación y al caos; pues el tiempo no se detiene y la sociedad queda condenada a una vejez eterna, que conduce entonces a tratar de forzar a la muerte a que retorne a su cometido.
Borges, en su relato El inmortal, imagina a un hombre al que la sucesión de los días acaba consumiendo de tedio, y algo semejante le sucede al protagonista de Bomarzo, la novela de Mújica Laínez, para quien la pérdida de la inmortalidad resulta más bien un alivio, antes que un castigo.
Juan Manuel de Prada en el prefacio a la obra Seréis como dioses de Gustave Thibon, recuerda cómo en las mitologías paganas el anhelo de inmortalidad se resuelve casi siempre en búsqueda de la eterna juventud, o en apoteosis de los héroes encumbrados a la categoría de dioses; mientras que, por el contrario, en la leyenda cristiana del Judío Errante, la inmortalidad se convierte en una condena que sólo concluirá con la Parusía para ese hombre imaginario que negó el agua a un Jesús sediento, camino del Gólgota. Y dicha obra -explica J.M. de Prada- muestra el drama de Amanda, la joven protagonista que se rebela contra el rutinario destino de inmortalidad que -como a cualquier otra persona de su generación- le ha sido asignado, se empeña su entorno en tratar de apartarla de su aparente desatino, entonando las loas de la inmortalidad alcanzada por la ciencia; pero ese falso paraíso no satisface a Amanda, que no soporta la «docilidad sin límite» de una vida prefigurada; del mismo modo que nosotros temblamos ante lo incierto y ante el peligro, Amanda tiene miedo de la certeza, de la uniformidad, de la asfixiante tranquilidad de una vida que está decidida ad infinitum. Y por ello mismo anhela la muerte, como un punto de fuga que le abra las puertas hacia un recinto inesperado; pero no una muerte que la posea por completo, sino una muerte que le permita guardar dentro de sí un refugio intacto, «un reducto secreto donde el amor no se abra más que al amor»; al misterio de «un amor que lo contiene todo, que lo sumerge todo: la vida, el pensamiento, la alegría, el dolor». Mostrando que «hace falta que el amor sea infinito para que pueda ser eterno».
Entonces, en verdad ¿Qué es realmente lo que queremos? Esta paradoja -decía Benedicto XVI- suscita una pregunta más profunda ¿Qué es realmente la vida? Y ¿Qué es verdaderamente la eternidad?
Y aludiendo a una docta ignorancia que hay en nosotros señala:
«De algún modo deseamos la vida misma, la verdadera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte; pero, al mismo tiempo, no conocemos eso hacia lo que nos sentimos impulsados. No podemos dejar de tender a ello y, sin embargo, sabemos que todo lo que podemos experimentar o realizar no es lo que deseamos. Esta «realidad» desconocida es la verdadera «esperanza» que nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desesperaciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre. La expresión «vida eterna» trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, «eterno» suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; «vida» nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos. Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16, 22). Tenemos que pensar en esta línea si queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nuestro ser con Cristo.»