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RadiacionesCarlos Marín-Blázquez

Muertos de soledad

Hay una soledad que horada las entrañas de quienes la incuban, como una carcoma insomne, y se hace presente a poco que uno alce la vista por encima de la línea de sus intereses inmediatos y aplique su mirada a la tarea de traspasar la membrana de lo evidente

No sé si alguna vez he conocido la verdadera soledad. Puede que al final de la adolescencia y al comienzo de la primera juventud, cuando el camino que vas transitando se bifurca y de repente te das cuenta de que en la dirección que por puro instinto has escogido ya no te acompaña ninguna de las presencias que solían hacerlo hasta entonces. Es una sensación extraña, desconcertante: mirar a tu alrededor y ver únicamente tu sombra proyectándose ante ti, como un fatal interrogante acerca del contenido que piensas darle a tu vida. Luego el camino vuelve a poblarse de rostros, el miedo se disipa, y se siente la cercanía de un rumor de voces nuevas que van dando forma a tu identidad y te proveen de una pequeña reserva de expectativas con las que hacer frente a tus propias inseguridades.

A partir de entonces la soledad me ha parecido un ámbito fértil, una parcela en la que uno se recluye cuando necesita poner distancia con el mundo y dejar que el alma se oxigene. No en vano, la literatura, el pensamiento, siempre han sido un afán de solitarios, una rara propensión al aislamiento en el que uno se interna con la esperanza de encontrar la pista de un hallazgo que –por paradójico que esto pueda parecer– le ayude a comunicarse mejor con los otros. Porque el poema, el relato, la hipótesis filosófica, la sinfonía o el cuadro que se forjan en la soledad y gracias a la soledad, que nunca han existido de otro modo que no sea a través de una casi neurótica y antinatural búsqueda de la propia reclusión, representan en realidad la ofrenda –pobre o fastuosa, efímera o destinada a perdurar– que hace su autor a un mundo con el que anhela encontrarse.

Pero luego hay otra clase de soledad, una que no es ni buscada ni querida, ni ensancha el espítitu, ni arroja frutos agradables al apetito de un público deseoso de acoger testimonios veraces acerca de las laberínticas complejidades del ser. Hay una soledad que horada las entrañas de quienes la incuban, como una carcoma insomne, y se hace presente a poco que uno alce la vista por encima de la línea de sus intereses inmediatos y aplique su mirada a la tarea de traspasar la membrana de lo evidente. No hay duda de que nos daremos de bruces con ella, porque no por nada se trata de uno de los fenómenos más abundantes de nuestro tiempo, pródigo en deformidades. Es la soledad que nace de una época que se ha empleado a fondo en la destrucción de todos los vínculos, que se ha mofado de las lealtades primigenias y ha situado la idea de autorrealización individual en la cima de las aspiraciones personales.

Hija de la industrialización, de la deshumanización inherente a una sociedad mercantilizada y de la despersonalización que trae consigo el hecho de sustituir la noción de bien común por la gestión burocrática del bienestar que impone el Estado, sigue propagándose con la pujanza de una buena nueva que marcara el camino hacia la tierra de promisión. Pero basta una mínima dosis de perspicacia para comprobar la devastación que ha producido. Los ancianos son sus víctimas más evidentes, sin duda; pero también personas cada vez más jóvenes, hipertecnológicas, adictas a los nuevos dispositivos de desconexión que les sumergen en una realidad desprovista de la genuina sustancia de la vida. También ellas habrán de sentirse solas. También ellas, el día en que explote la burbuja de espejismos en cuyo interior se refugian, conocerán el dolor de la incomunicación y el extrañamiento que acarrea la imposibilidad de establecer lazos perdurables.

En los años setenta, en la Suecia del socialdemócrata Palme, el Gobierno puso en marcha un vasto proyecto de ingeniería social destinado a que los hijos se emancipasen lo antes posible de sus padres y pudieran emprender una vida sin ataduras ni servidumbres generacionales. Se cumplía de ese modo la gran aspiración de todo gobierno con ínfulas totalitarias: convertirse en el garante de la felicidad del individuo. Transcurridos unos años, fue necesario crear un organismo gubernamental consagrado a la tarea de localizar a los cientos de personas que cada año mueren en sus casas, en el más absoluto abandono, sin que nadie las eche de menos.

A medida que el proyecto moderno avanza, da miedo pensar que bajo los eslóganes y consignas con que se falsifica la realidad lo que nos estén ocultando sea un páramo inhabitable. No obstante, veremos surgir soluciones imaginativas que nos convencerán de lo afortunados que somos por existir en un mundo urdido con tales mimbres. Lo pienso mientras me viene a la memoria la imagen de esos locales en Japón a los que acuden seres solitarios para pasar una porción de su tiempo acariciando gatos. Me pregunto si no serán ellos los verdaderos heraldos del futuro. Si no viven ya en el alba de una nueva época.