Fundado en 1910

En el Jardín del Edén no había olas de calor, de eso no hay duda. Y menos en junio. Es cierto que el clima sería cálido porque iban siempre en cueros, a lo más con una hoja de higuera cuando refrescaba o cuando mordían lo que no tenían que morder. Pero nada comparado a lo de esta semana en nuestro valle de lágrimas. Hasta el hecho de tener piel ha resultado sofocante. Y está claro que la culpa no es mía porque no tengo aire acondicionado y llevo días durmiendo en el suelo, sino de esos sudorosos burgueses que no dudan en recalentar el planeta si con ello consiguen enfriar su salón. Y como si no bastara con lo anterior: la calima, este polvo sahariano y opresivo que hace que el cielo y la tierra se confundan hasta el punto de que ayer me despisté y, cuando quise darme cuenta, había recorrido la calle bocabajo.

Al parecer, en el Jardín Adán y Eva podían, con contadísimas excepciones, alargar la mano y comer el fruto que más les apeteciera: la tierra era fértil y los árboles generosos. En cambio aquí… Pregunten a los agricultores: primero hay que domesticar la indómita tierra y luego zarandear y estrujar los olivos para que te den algo, poco, nada, cada vez menos a causa del calor y la escasez de lluvia. Aunque tampoco los agricultores son muy de fiar porque su pesimismo no envejece y, como la primavera, parece estrenarse cada año. Es más, estoy seguro de que allá en el neolítico, tras la primera cosecha de la prehistoria, el primer agricultor llegaría a su choza apesadumbrado, quejándose de que la cosecha del año anterior había sido mucho más abundante. El declive empezó con aquel pionero de la agricultura. Diez milenios han pasado desde entonces.

También está claro que en el Edén corría, a lo sumo, una brisa, una brisilla, pero no este maldito viento que lleva meses atormentándonos y cuyo daño ni siquiera un agricultor podría exagerar. En Cádiz lo llaman «Levante», nosotros «Solano». Se trata de un viento del este que nace en las Baleares, se embala en el Estrecho y se pierde en las aguas del Atlántico tras haber desquiciado a media Andalucía. Llega de repente y se adueña de todo durante tres, cinco o siete días, pues no se ha visto que el Solano se apacigüe en número par. Solo nosotros entendimos aquello que dijo Zapatero en un sarao de la ONU de que «la tierra no pertenece a nadie (pausa dramática), salvo al viento». Y que lo digas. Donde hay Levante, el hombre está sin estar, está de prestado, agarrado como una garrapata en algún pliegue.

Y tanto el viento como el calor hacen que no haya compensado que Adán y Eva tomasen aquel fruto prohibido por más sabroso que fuera. Ahí nos la jugaron bien. Pero si me violento hasta ver el lado positivo del asunto, se me ocurre que lo inhóspito de este mundo nos obliga a anhelar a Otro. También evita que nos apoltronemos y de paso nos recuerda que estamos aquí sin ser de aquí; nos hace sospechar que, en el fondo del fondo, somos algo parecido a forasteros. La incomodidad aviva nuestra añoranza del Jardín y puede llegar a convertirla en esperanza por reencontrarlo al final del camino. En otras palabras, el mal clima puede hacernos volver de una vez los ojos a Lo Alto. Aunque con esta calima sería casi lo mismo que volverlos al suelo.