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radiacionesCarlos Marín-Blázquez

Mutilar la literatura es mutilar la vida

Aquella literatura que por su calidad es capaz de trascender el contexto histórico en que surge, constituye un saber que nos prepara para el ejercicio de la libertad y el posicionamiento crítico frente al poder

La literatura es una de las formas de desvelamiento de la identidad. Sabemos más acerca de nosotros mismos, de los resortes que impulsan nuestra conducta y condicionan el sentido de nuestras decisiones cuando nos enfrentamos a la obra literaria movidos por una vocación sincera de escucha. Leer expande nuestra imaginación, abre una vía de acceso a esa modalidad de disfrute íntimo que llamamos experiencia estética. Al mismo tiempo, la lectura amplía nuestro conocimiento del mundo y nos ayuda a mirar bajo la superficie de los hechos para descubrir allí la verdad, tantas veces escabrosa, que se esconde detrás del fulgor de las apariencias.

La literatura no resuelve nuestros problemas, pero nos muestra la imagen de nuestra condición caduca e imperfecta, y nos invita a reflexionar sobre el origen de la sustancia común que nos hermana como miembros de una misma especie. La literatura –al igual que el resto de las grandes artes en cuya génesis están comprometidas las energías más definitorias del espíritu humano- no nos hace necesariamente mejores, pero nos interpela acerca de nuestras propias insuficiencias y nos pertrecha de recursos con los que cuestionar el orden de lo dado. En ese sentido, supone un acicate para la búsqueda del perfeccionamiento individual y, en ocasiones, un instrumento de concienciación en aras a la reivindicación de una realidad menos injusta.

Es necesario entender lo anterior para participar de una idea que, en mitad de la fiebre de utilitarismo que nos azota, tiende a soslayarse: la literatura no se justifica en función de ninguna supuesta productividad, de ningún rendimiento tangible e inmediato. Su conocimiento resulta indispensable para lograr que nos sintamos partícipes de una tradición determinada, pero el acceso a los grandes textos de una cultura es, antes que nada, un modo de articular nuestra personalidad en sintonía con la tentativa de encontrar una respuesta que confiera sentido a los grandes interrogantes humanos.

Por todo lo mencionado hasta aquí, la literatura constituye uno de los elementos esenciales para la educación de la generaciones más jóvenes. Sin embargo, en la línea de lo acontecido con otras disciplinas humanísticas, su presencia en los planes de estudio que han venido sucediéndose en las últimas décadas ha conocido una merma progresiva. Trataré de ilustrar este hecho con una experiencia cercana. Hace unas semanas tuve ocasión de revisar un buen número de manuales de literatura adaptados a la nueva ley educativa. A medida que profundizaba en la tarea, mi curiosidad inicial iba mudando en consternación. Eran varias las propuestas en las que las referencias a algunos de los grandes autores de nuestro pasado habían quedado reducidas a unos límites testimoniales. En cuanto al acopio de textos, me encontré con casos en que todo lo que aparecía de La Celestina era un fragmento de cuatro líneas, o en que ese monumento de la lírica universal que son las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique quedaba mutilado hasta el extremo de dejar reducidas las cuarenta estrofas originales a sólo una.

Por supuesto, todavía quedan editoriales que dedican a la literatura el espacio que merece. Pero también ellas se ven forzadas a ceder ante la corriente que decreta la inclusión en sus manuales de nuevos contenidos, más lúdicos y «motivadores», más en consonancia también con el modelo de individuo que se intenta imponer en el marco de una sociedad crecientemente uniforme. Y quizá sea ahí donde resida la clave del asunto. Porque la literatura, aquella que por su calidad y su hondura es capaz de trascender el contexto histórico en que surge y alcanzar el rango de materia intemporal, constituye un saber que nos prepara para el ejercicio de la libertad y el posicionamiento crítico frente a las arbitrariedades del poder. No siempre sucede así, pero quien ha aprendido a interpretar a fondo los grandes textos de la tradición occidental suele incrementar sus probabilidades de forjarse un criterio independiente y de permanecer alerta frente a la caterva de manipuladores que accionan los engranajes del mundo. Y aunque eso no le llegue para cambiarle el rostro a la realidad, quizá le ayude a construirse un refugio que haga su vida más enriquecedora y llevadera.

Quién sabe si no será la simple posibilidad de que fragüe ese refugio, ese baluarte donde la conciencia resiste atrincherada, lo que de verdad solivianta a los señores de este mundo.