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NOCHES DEL SACROMONTERichi Franco

¿Con qué pie se empieza bien la semana?

¿Quién sabrá controlar las circunstancias, los humores y las reacciones que nos atropellan en forma de personas con, exactamente, los mismos problemas de atención que nosotros?

¿quién sabrá cómo empezar bien la semana? ¿Quién tendrá la formula exacta para controlar esa inmensa colección de sorpresas que nos esperan enmarcadas en calendarios e informes en claro y exitoso ascenso hasta la muerte? ¿Quién sabrá controlar las circunstancias, los humores y las reacciones que, en tantas ocasiones, nos atropellan en forma de personas con, exactamente, los mismos problemas de atención que nosotros? Yo no lo sé.

Sólo he sacado el tema porque, cuando estoy cansado, practico eso que llaman la escritura automática, sin saber muy bien lo que me digo y, una vez enfilado el texto, ya no tengo más remedio que afrontarlo en su temática, que se muestra así de ingobernable; tan ingobernable como la semana que comienza y como la semana anterior.

En cualquier caso, la expresión «empezar con buen pie la semana», «encararla con optimismo» y toda la perorata de arreones y palabritas de relleno que se olvidan en cuanto se tuerce la cosa, no parecen más que abstracciones voluntaristas y, lamentablemente, idealizadoras de nuestras pobres fuerzas y nuestro pequeño campo de acción. Porque señoras lectoras y lectores de El Debate, creo no desvelar ningún secreto cuando digo que la semana, como la vida misma, empieza sin nosotros y sin nuestras decisiones, más o menos, sentimentalmente dirigidas a esa –cómo decir– pretenciosa tarea de cambiar la realidad: esa inmensa y profunda «cosa» que está ahí antes de que nosotros nos hagamos los listos después del cuarto café pensando en su control, como si el tiempo, las horas y los días fueran una especie de maquinita con sus teclas y su sencillo libro de instrucciones. «Ojalá fuera verdad tanta hermosura»; pero no.

La semana empezó ya sin nosotros, sin pedir permiso con sus urgencias y sus imprevistos –qué les voy a contar a ustedes que no sepan–. La semana empezó ayer, o la noche del sábado, o la del viernes, según se mire, o según por donde se intente cortar el aire inasible del instante. A unos les cogió en la cama, a otros en un funeral, a otros con seis horas de retraso en las Américas y a otros creyendo o aparentando que vivían otro mundo más puro o distinto que el del prójimo; y si no, asómense un rato –sólo un rato– a Twitter a ver quién es más original en sus ocurrentes tentativas de supremacía moral, artística o ideológica. Pero este no era el tema. El tema era la semana. Otra semana que se nos echa encima. Y la semana, que es un trocito profundísimo de vida, empezó hace mucho tiempo; antes de venir nosotros a pretender ser su centro, y ponerle nombres para acotarla, bien medidita, dentro de los relojes y los santorales.

La semana que «comienza» empezó mucho antes de caer nosotros en la cuenta de nuestra capacidad de reacción, o de nuestra superficial capacidad de incidir en ella antes de que suceda algún desastre natural, alguna ola de calor o alguna apostasía apocalíptica en la Babilonia romana que nos haga comprender cuan equivocados estábamos. Pero tampoco importa mucho eso, ni importará la próxima semana, si llegamos.

Así que estos días pasarán como pasa todo, con mejor o peor pie, como una marea hasta el próximo viernes, llevándose la arena, las conchitas, las algas, las banderas multicolores y los propósitos con los que nos distraemos de la distracción; y nos llevará dentro también a nosotros hasta el domingo o hasta que un día u otro, que puede ser ahora o esta noche, o mañana o el miércoles o el jueves; y nos llevará como a tantos otros que creyendo saber llevar el peso de los días y saber más que los demás, se despertaron, –por fin– en el tiempo ingrávido de Dios, que es el mismo de ahora, pero sin tanta tontería.