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San Serapio, de Francisco de Zurbarán

¿Por qué se mete alguien a monje en el siglo XXI?

La vida monástica no suele aparecer en las noticias si no es a propósito de algún escándalo social o de alguna polémica política. Incluso no es infrecuente en el interior de la Iglesia católica que nos dirijamos a quienes han profesado el estado contemplativo haciendo uso de todos los tópicos y prejuicios que han encallecido los siglos. Les advertimos de los peligros de una espiritualidad intimista, refugiada en los claustros, o les animamos a que no olviden la práctica de la caridad.

No volveré jamás. Si alguna vez me pierdo, no me busquéis allí

Hasta puede ser que consideremos secretamente que a quién se le ocurre meterse en un monasterio si posee los dones para transformar este mundo tan necesitado. Luego nos lamentamos de la escasez de vocaciones o nos preguntamos sobre el destino de sus edificios. Buscamos que nos justifiquen su vocación en lugar de escuchar, en el silencio y en la soledad de su testimonio, qué les ha conducido a tomar una decisión que parece fuera de nuestro tiempo.

'San Benito con la Regla', Andrea Mantegna

Cada año solicito al Monasterio de Santa María Poblet (Tarragona) una hospitalidad que me dispensa durante unos días. En esta ocasión me ha concedido además la posibilidad de conversar con tres de sus monjes entre los cuarenta años y mediada la cincuentena.

Sienten que se mueven entre una atracción irresistible por el lugar del monasterio y la necesidad de dar un rodeo para evitar que los absorba

Con una generosidad dominada por la sencillez han aceptado compartir una panorámica de su interioridad: cómo se fue desarrollando la historia de su vocación, qué les llevó a tomar la decisión de profesar en un lugar estable y en qué medida las ideas preconcebidas de quienes vivimos en el mundo se ajustan o no a su experiencia cotidiana.

Contando con su permiso intentaré transmitir la profunda impresión que me han causado estas conversaciones. Las sintetizaría con tres conceptos que ellos mismos han empleado, sin ningún énfasis, para definir su itinerario: sacrificio, paciencia y libertad.

Detalle de San Hugo en el refectorio de los cartujos, de Francisco de Zurbarán

Simplemente, monje

Como rasgo común subrayaría que su decisión de entrar en un monasterio es el final de un largo trayecto. Durante esa etapa, que en un caso supera los diez años, sienten que se mueven entre una atracción irresistible por el lugar del monasterio y la necesidad de dar un rodeo para evitar que los absorba. Uno de mis interlocutores me comenta que la primera vez que pasó una breve estancia en la hospedería, acabó diciéndoles a sus amigos: «No volveré jamás. Si alguna vez me pierdo, no me busquéis allí».

En ese camino duro y difícil va acreciéndose el hambre de Dios

Los tres monjes concuerdan en la experiencia de su vocación. No es que Dios les conduzca hasta el monasterio, sino que los está esperando en él, como si éste se hubiera convertido en un sagrario ante cuyas puertas hubieran retrocedido presos de un vértigo que amenazase con arrastrarlos. Recuerda uno de ellos que creía que a Dios uno debería llevarlo desde fuera y que, por eso, él no tenía nada claro que su lugar estuviera dentro, pues no notaba ninguna señal. El abad le dijo entonces: «A Dios, se viene a buscar a Dios».

Visión de san Pedro Nolasco de Francisco de Zurbarán

Antes de sus respectivas entradas al monasterio, se suceden momentos de fiebres o de sueños difíciles e incluso periodos de desánimo existencial e incluso de intensa desolación pensando si su sitio es aquel. Uno de los monjes, que previamente se había convertido al cristianismo desde una vida desordenada, llega a calificar de «infierno» estas temporadas.

Me confiesa su sentimiento tras ser admitido: «Necesitaba este desierto». Añade que el demonio «no quiere que entres en él porque es donde se da el contacto con Dios». Aunque se sufre muchísimo en el desierto, si tienes fe –me dice– se está seguro de que el Salvador siempre está tu lado. De noche frío; de día, calor; se siente el corazón vacío y se tiene miedo, pero en ese camino duro y difícil va acreciéndose el hambre de Dios.

Lo difícil, la comunidad

Bajo el impacto de la lectura de Simone Weil, otro de los monjes me explica que, al acabar sus estudios, quiso compartir el sufrimiento humano trabajando en una fábrica y luego enrolándose primero como voluntario en una casa de las Misioneras de la Caridad en Etiopía y después en cárceles. No obstante, sentía que no lograba conectar el ejercicio activo de la caridad más extrema con el amor de Cristo. Llama a la puerta de un monasterio en Francia. Le disuaden de que la vocación que manifiesta coincida con la monástica. Se pone a trabajar como profesor durante tres años, antes de dirigirse a Poblet. Se le pregunta qué quiere. Desarmado, contesta: «No lo sé. Simplemente, quiero ser monje». Es entonces cuando es admitido como postulante.

San Benito de Francisco de Zurbarán

Cuando les planteo qué es lo más difícil de su vida cotidiana, un par de ellos responden sin dudar que vivir en comunidad. Sin embargo, añaden que a través de ella encuentran la razón de su perseverancia. Las desilusiones y los desengaños parecen haber acendrado su fe, pero no confían en sus fuerzas. Dice uno que en la comunidad se debe aprender a saber perdonar más rápido. Otro insiste en que «la caridad es la expresión de la unión con Cristo en la oración».

Pueden producirse peleas, celos, críticas, pero la oración enseña a unirse al sufrimiento del mundo y a colaborar en la Redención que empieza manifestándose en la relación con los hermanos. El tercer monje señala que hay que alcanzar la confianza de que la comunidad es lo fundamental y no el edificio. Se debe ser consciente de que, aunque no se puede cambiar al otro, es preciso mirarlo con los ojos de Cristo. Pedir perdón permite alcanzar una libertad cada vez más grande.

El sentido de vivir

En varios de ellos, su decisión de abrazar la vida monástica les ha ocasionado dificultades con familiares cercanos y con amigos que no comprenden su nuevo modo de vida, en algún caso diametralmente opuesto a su pasado. Como reconoce uno de mis interlocutores, aunque «se puede ser monje y estar cerrado como una piedra», la vida monástica es fiesta, juego, alegría. Me confiesa también que, después de algunas dificultades, descubrió que vestir el hábito no lo coartaba, sino que, al contrario, le proporcionaba la libertad de abrir su interior De hecho, en estos momentos las dependencias exteriores del monasterio acogen familias refugiadas: «Adquieres una distancia que te permite ver el mundo entero en una justa perspectiva. Ese es también el sentido de vivir en un lugar físico fijo».

San John Houghton, de Francisco de Zurbarán

¿Son contradictorias estas palabras con el recuerdo del desierto o las faltas de fe que requieren vencerse a sí mismo, en lugar de proyectarlas sobre la comunidad? Establecíamos antes una relación entre un monasterio y el sagrario. Si, como dice uno de ellos, su vida debiera ser «entregarse a Dios con los ojos cerrados», con la radicalidad del bautizado su testimonio consistiría en morir con Cristo para manifestar a la Iglesia entera y con ella la gloria de la Resurrección.

Al preguntarles finalmente qué es lo más importante en su existencia monacal, ninguno contesta que lo sean el silencio y la soledad, el Oficio litúrgico o el trabajo manual. Todos coinciden en qué es esencial. Con breves pausas, en que parece resonar el eco de la eternidad, escucho enmudecido la forma con que uno de ellos da su respuesta: «Jesús… Médico, Luz, Salvador, mi Protector, Agua…, Pan y Vino».