Oiga, que el niño molesta en misa
Queremos comunicar el sentido de la vida a nuestros hijos y acompañarlos en ese arduo camino para que lo hagan suyo. Y lo harán suyo por su libertad
Es una verdad universalmente aceptada que el niño en misa va a hacer la mayor cantidad de ruido en el momento de más silencio. Hay clara preferencia por la consagración, claro, porque el crío no va a gritar «¡caca!» cuando el voluntarioso coro de la parroquia entone el dylaniano «saber que vendrás» acompañado de cajón flamenco, no. Súmale la carcajada de los hermanos mayores, siempre dispuestos a animar.
A Gustavo Morales se le pasó el otro día incluir la prueba de mantener a un niño callado y con el culo pegado al banco en misa entre las pruebas para entrar en el Mossad. Hay quien tiene sus trucos, pero ya les adelanto que no son infalibles. Lo de llevar una bolsa de chucherías para racionarlas durante la celebración, tiene el riesgo de que a la criatura le dé un subidón de azúcar. Y lo de convencer al niño de que se haga monaguillo, y convertir el presbiterio en guardería para solaz del párroco, puede hacerte perder su amistad.
Cada domingo siempre surge la misma duda: ¿y este sofocón, «renta»? ¿No será mejor (le dije una vez a mi mujer) que nos turnemos para ir solos mientras los niños son pequeños? ¿Pero, no será mejor que vean de forma natural asistir a eso que es «fuente y cima de toda la vida cristiana»? ¿O vamos a poner por delante nuestra tranquilidad? ¿Tranquilidad? Si hubiéramos querido tranquilidad lo más práctico habría sido no tenerlos. Así que, como diría Simeone cuando le preguntaron por la tensión que estaría viviendo la semana en que se jugaba la liga y la copa de Europa: «Nos hicimos futbolistas para semanas como esta» (vale quizá no es un buen ejemplo, que luego esto acabó en tragedia).
Si somos un pueblo, si la celebración eucarística es unidad del Pueblo de Dios, ahí hay que ir con todo lo que uno es. Porque la fe aunque es una experiencia personal, no es en absoluto individualista. Esto incluye que habrá que aguantar con amorosa fraternidad a los feligreses que vuelvan la cabeza varias veces para mirarnos, por si no nos habíamos dado cuenta del follón que están metiendo. Es el momento de sacar de la iglesia al hijo colgado del brazo, con lo que conseguimos un hat trick: molestamos más, nos agobiamos más, y el niño puede que lo tome como un premio, ya que ha conseguido librarse durante un rato. Aunque pensándolo bien, así los padres podemos contribuir a perpetuar aquella tradición tan española que consistía en salir a fumar en la homilía (Jiménez Lozano, con mucha gracia y con algo de razón, radicaba en esta práctica la pervivencia de la fe en nuestro país).
Porque en última instancia, en misa y en todo momento, la pregunta que nos jugamos es si la fe es un atractivo vencedor. Y nuestros hijos, que son de todo menos tontos, eso lo perciben con una sensibilidad de sabueso. Ojalá que puedan decir «oye, que mis padres solo se arrodillaban ante Uno. Yo lo he visto». Queremos comunicar el sentido de la vida a nuestros hijos y acompañarlos en ese arduo camino para que lo hagan suyo. Y lo harán suyo por su libertad. Esa criba tremenda. La única forma en que la verdad se hará operativa en su vida. Sí, la misma libertad por la que el hombre puede llegar a decir «no» a la bondad, la verdad y a la belleza.