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Animal de AzoteaJosé María Contreras Espuny

La playa de Fuengirola

Cada bañista es una invitación a concentrarte en la salvación de tu alma y a despreciar las voluptuosidades del mundo

Para Matilde la mejor playa del mundo está en la costa malagueña, más concretamente en Fuengirola, no lejos del Castillo, a la altura del antiguo hotel Las Pirámides. Por supuesto se equivoca. Yo se lo digo; otros se lo dicen; pero ella sigue atrincherada en la creencia de que la mejor playa del orbe es, por pura casualidad, la que por motivos familiares le ha caído en suerte.

Admito que no soy un buen árbitro de la cuestión porque la playa solo me gusta como idea: no tengo nada en contra de que una franja de arena linde con una enorme masa de agua; incluso las olas pueden llegar a parecerme algo conveniente. Sin embargo, basta la aparición de una persona para que me deje de gustar. El hombre, cualquier hombre, la echa a perder porque la playa tiene la capacidad de sacar al ordinario que todos llevamos dentro. En otras palabras, el ser humano arruina la playa porque empeora en ella.

Por eso la Costa del Sol es un lugar que debería ser evitado, en especial durante julio y agosto. Hay allí demasiadas razones para el maltusianismo: gente, mucha, muchísima, hasta la saciedad, y encima todos al borde de la desnudez. Y como Fuengirola es una playa familiar –más de abuelas que de nietas, más de tortilla que de cubalibre–, la carne abunda en su modalidad marchita, flácida y varicosa. Bien mirado, cada bañista es una invitación a concentrarte en la salvación de tu alma y a despreciar las voluptuosidades del mundo; cada veraneante es un tempus fugit que respira, se mueve a duras penas, pasea por la orilla, se tumba, se repanchinga, se broncea.

¿Por qué entonces esta predilección de mi mujer? La primera razón es que ella es una criatura de costa, aunque exiliada en el interior; es un ser veraniego en el mejor sentido. Como el verano, Matilde tiene mucho de día festivo y combina de maravilla con la luz, el añil, el blanco, el turquesa… Llegamos a la atorada autopista y, mientras yo bufo y maldigo a los deportivos que pasan como exhalaciones camino del engendro marbellí, ella resplandece a la vista de un mar Mediterráneo que está hecho a su imagen y semejanza.

Además, hay que añadir que Matilde ha pasado en Fuengirola su estación más propicia durante tres décadas, de modo que la percibe distorsionada por un sinfín de recuerdos. Lo que ama de Fuengirola es su infancia, su familia, una parte de su vida por la que, como por las demás, se muestra agradecida. Es un amor histórico, forjado a base de tiempo, acontecimientos, rituales y costumbres. Supongo que los demás ven lo que yo –demasiados kebabs, muchedumbre, suciedad y sajones fosforitos que cenan a deshora–; ella ve otra cosa que no está sino en los ojos con que la mira. Al final, lo mejor de Fuengirola va a estar en Matilde.

No sé si ella sabe que derrocha su amor con un lugar carente de merecimientos. Preguntarle no serviría de nada porque, por así decirlo, se ha comprometido y es prácticamente una fundamentalista. Si albergara alguna duda, si su fidelidad se tambaleara, a mí, tan pagano, no me lo iba a confesar. No obstante, me entristece que su amor crezca y mejore sin que, con ello, mejore Fuengirola. Ese sitio empeora con los años y Matilde no parece darse cuenta. Y su declive seguirá hasta que los polos se derritan y nos hagan el favor de hundir toda la costa malagueña bajo las aguas. Entonces Matilde, tan veraniega, irá a otras playas con la cara torcida, vestida de negro, desconsolada, viuda.