Una mirada perenne de gratitud
Depositamos en el verano unas expectativas hasta cierto punto desmedidas. Le pedimos que nos limpie de toda la ceniza acumulada
En una de las páginas de Moby Dick Hermann Melville introduce esta reflexión: «Los verdaderos paisajes no están nunca en los mapas». En mitad de la aventura del Pequod a la caza de la gran ballena blanca, la frase resalta por su cariz intrigante. Si los verdaderos paisajes no figuran en los mapas, no queda sino especular acerca de dónde puedan hallarse. Y una incógnita más: nos preguntamos a qué tipo de enclaves debe de estar refiriéndose Melville cuando, al adjetivarlos de «verdaderos», da por sentado que hay otros que no lo son.
El verano es un tiempo peculiar. En la medida en que supone una suspensión de nuestros hábitos cotidianos, nos sitúa frente a la tesitura de llenar el vacío que de golpe se abre ante nosotros. Ese margen de indeterminación actúa como catalizador de la ansiedad. En una sociedad que nos incita a buscar la propia realización a través de una intensificación del consumo, el verano se nos presenta como una estancia diáfana que debemos apresurarnos a amueblar con el mayor número posible de enseres. Los más juiciosos hacen frente a esta eventualidad por medio de una planificación adecuada. Los menos precavidos se ven abocados a improvisar remedios de última hora, fiando a un golpe de su intuición o a la solvencia de su agente de viajes el hallazgo de alguna ruta afortunada que les conduzca hasta la tierra prometida.
En cualquiera de los casos, todos vamos en busca de una compensación con la que resarcirnos de las penurias del tiempo ordinario. Depositamos en el verano unas expectativas hasta cierto punto desmedidas. Le pedimos que nos limpie de toda la ceniza acumulada. Le encomendamos que nos depare la breve ilusión de una existencia liberada de los agravios de la rutina y del peso muerto de tantos anhelos nunca satisfechos.
Lo que tienen en común las distintas modalidades de enfrentarnos al verano es que todas acarrean un cambio de ubicación. Hay algo extraño en ello, si lo pensamos bien. Es como si por el hecho de variar de decorado, se fueran a suavizar las aristas menos amables de nuestra personalidad. Y cuando descubrimos que el mero cambio de emplazamiento no ha propiciado la desaparición de esas pequeñas lacras, no podemos evitar sentirnos defraudados. Es entonces cuando la cita de Melville nos revela su sentido. Quizá los paisajes a los que nos gustaría viajar no estén fuera de nosotros. Quizá lo que buscamos cada vez que nos aventuramos más allá de las lindes que delimitan nuestro entorno es un regreso imposible a los lugares que permanecen embalsamados en los recovecos más antiguos de nuestra memoria. Invocar en este punto la nostalgia se antoja inevitable. Pero hay algo más.
En primer lugar, vivir en un mundo en el que todo cambia a un ritmo desbocado agudiza nuestro instinto de conservación. Necesitamos un remanso de estabilidad, que las cosas sean como una vez las conocimos. Pero también intuyo que existe otro motivo más hondo. Los lugares a los que alude Melville nos retrotraen al paraíso perdido de la infancia. Sin embargo, es posible que esa denominación resulte un tanto engañosa. Si la infancia es un tiempo al que volvemos una y otra vez no es porque al evocarla la percibamos como una edad necesariamente idílica. También se sufre en la infancia. También hay carencias, y desilusiones amargas, y desgarramientos que dejan una marca indeleble en quien todavía no se halla preparado para asimilarlos. Y aun así, todo se salva por la intensidad irrepetible de aquella primera mirada. Tiendo a pensar que es a causa del recuerdo de esa percepción del mundo, tan pura y a la vez casi extraviada, por lo que los paisajes que descubrimos siendo adultos nos resultan en ocasiones anodinos, descoloridos, falsificados. Por eso es necesario esforzarse por recuperar un rastro de aquella luz primigenia: para que la maravilla de un mundo que, en el fondo, es un completo don, no se deje oscurecer por ninguna sombra de hastío. «Daría todos los paisajes del mundo por los de mi infancia», escribe Cioran. Yo me conformaría con proyectar sobre lo que tengo ante mis ojos una mirada perenne de gratitud, la dicha de un deslumbramiento que no se corrompa nunca.