Contra los columnistas
Si queremos saber lo que son los columnistas, hay que leerlos en verano. En invierno cuelgan de las noticias, y disimulan, pero en verano cuelgan de sus manías
Los columnistas se meten con todos, y a todo le sacan punta, pero nadie lo hace con ellos, así que me veo en la obligación de escribir una columna contra los columnistas.
Antes de nada, si queremos saber lo que son los columnistas, aunque no lo recomiendo, hay que leerlos en verano. En invierno cuelgan de las noticias, y disimulan, pero en verano cuelgan de sus manías. Nos meterán en guerras que no nos importan y, por su culpa, nos sentiremos obligados a tomar partido por las mangas cortas, por un señor de pantalones color salmón, o por las hamburguesas de tofu. Hacen guerras serias de asuntos frívolos. No los lea, de verdad, le harán pensar que la vida es algo que hay que tomarse como un juego, haciendo humor de lo serio, y tomándose en serio lo que da igual.
Son una tribu, ellos se entienden, se llaman, comen juntos y hacen el golfo en pandilla. Son los adolescentes que suben al final del autobús escolar, los que llevan los pantalones un poco rotos y gafas de sol. Son los gamberros de clase, los de la palabra rápida y el chiste fácil. Los tíos listos, y malos estudiantes. Son el alumno que ningún profesor querría tener y el amigo que da la chispa a la fiesta. Son el gracioso con el que no te entiendes hasta que no llevas tres copas.
El columnista es el rockero en la cárcel, el que viste de negro, el viejo más joven del grupo, el que canta con voz gastada. El que suena bien porque vive mal. El roto, el resacoso, el dejado, el abandonado, el despechado. Es el que vive siempre en el día después de la fiesta, con el confeti pegado al zapato y el dobladillo descosido. El que prefiere el olor a tabaco que el cigarro, el que eleva la resaca a modo de vida.
Consumen compulsivamente la prensa diaria. Leen en papel, acumulan papel, tiran papel. Saben que lo que están leyendo ahora mañana no valdrá nada. Opinan de todo lo que ignoran, porque saben que todo pasa, y nada queda. Viven de lo efímero y por eso se alimentan de aplausos, como el folclórico o el chef, pero el calor del público dura poco y fuera hace frío.
Escriben siempre a la contra, contra todo, contra los suyos, contra lo grande, contra lo dominante y contra el poder. Y el que no lo hace, no escribe columnas, escribe ensayos, programas o panegíricos, pero no escribe columnas. El columnista siempre está a un paso de que le echen, se merece patada y media.
Nació con vocación de quemado, con el desengaño de las cosas grandes, y por eso es el juglar de lo pequeño, el cantor a un pelo rojo, a un rímel corrido o a una suela de zapato. El bufón, el que se ríe de las poses, la grandilocuencia, el éxito y los aplausos. Es el crápula, el que necesita matar la noche, escuchar los mentideros y rodearse de la sociedad de papel couché. Necesitan ser testigos de ese instante en el que el brillo se convierte en decadencia, cuando la noche se corrompe. Ser notarios de la degeneración y hacer burla de las máscaras. Levantan acta de una vida que cae a plomo. Porque con plomo viven, y con plomo escriben.
Y ahora que escribo contra los columnistas, me doy cuenta de que he acabado haciendo un elogio de los payasos. Bendigo así el circo de la vida y la labor de los que lo custodian.