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NOCHES DEL SACROMONTERichi Franco

La otra pobreza energética

Parece ser la hora de darse cuenta de la progresiva caída desde lo más alto de las ilusiones juveniles, hasta las decepciones de las penas más adultas

Parece que llega la hora acuciante de preocuparse por el porvenir y su carencia, a pesar de que los lirios del campo y las sencillas aves del cielo no necesiten, como nosotros, otra cosa que ser ellas mismas en la inmensa llanura del misterio.

Parece que ya es la hora de preocuparse por el vestido, la comida o el hielo, a pesar de las advertencias y llamadas de aquel hombre a abandonarnos a su mirada gratuita, y a sus paseos por la santa tierra de su Padre generoso.

Parece que ya es la hora –ahora sí– de preocuparse verdaderamente, por fin y por tantas cosas que se acaban y que hasta ahora se nos habían dado por arte de magia, como si estas hubieran surgido siempre de la misma sima de la realidad. Pero no. Las cosas se acaban y nosotros mismos nos acabamos sin avisar. Los más viejos lo saben, aunque después se lo callan para no matar las ilusiones de los que venimos engañándonos por detrás.

Parece que ya es la hora –y nunca es tarde– de preocuparse de ese querer y no poder de lo humano, y de ese no querer ya nada de la gente, después de haberlo conseguido todo tras el mortecino decaer de la alegría, de la dicha y del candor inicial. Y también parece ser la hora de darse cuenta, alguna vez, en algún momento, de la progresiva caída desde lo más alto de las ilusiones juveniles, hasta las decepciones de las penas más adultas, que suelen ser, tan a menudo, las menos confesadas.

Y también parece necesario preocuparse de lo que ya no emociona como antaño, como aquella vez idolatrada por las palabras de los poemas y los cantos que parecían sostenerlo todo, mientras la pasión en vez de crecer decrecía, y se iba como dejando trozos en su partida hacia los abismos del aburrimiento sobre todas las cosas de las que nos preocupamos, quizá, demasiado.

En cualquier caso hay que preocuparse, necesariamente, de esa pobreza con la que venimos todos al mundo y que llevamos como un peso muerto inexplicable sobre los días, los meses y los años; esa pobreza que se va haciendo presente en las arrugas y en la decadencia que no se advierte en la prisa de la juventud, cuando estamos más atentos a las fuerzas y la incoherencia de los otros, como excusa para sostener una absurda rebeldía.

Pero luego –qué paradoja–, a la hora de analizar y de buscar la solución, somos tan pobres que tampoco sabemos muy bien de qué preocuparnos: si de lo que nos dicen que es importante, o de lo que creemos urgente o necesario, mientras a la insuficiencia de las acciones, le sigue el decaer de la pasión que nos desangra por una herida de sangre invisible, advertida demasiado tarde.

Por eso, inevitablemente, decidimos en cada momento si preocuparnos por nuestra pobreza humana para entregarla a quien siempre la sostuvo, a quien siempre nos pensó, o entregarla a la nadería insípida, sin rostro ni palabra, que adoramos religiosamente, cuando nos entregamos por entero a las devotas imágenes de ataraxias del verano.