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Ángel Barahona

¿Qué está pasando en Nicaragua?

La demagogia de sus políticos actuales esgrime un victimismo que exculpa a sus gobernantes de sus responsabilidades históricas para con su pueblo

Parece que a nadie le preocupa Nicaragua, tal vez por la pereza que da ver que nada cambia, tal vez por la distancia en todos los sentidos, pero los españoles deberíamos llevarla en el corazón. Los que hemos estado por allí alguna que otra vez no hemos dejado de sentir la cercanía, la impronta fraterna que tras cada rincón ilumina nuestra propia historia.

¿Qué está pasando en nuestra hermana Nicaragua? No se trata de repasar la historia de las dictaduras americanas que hicieron mal la transición, no la poscolonial, que ya duerme o debería dormir en la noche de los tiempos. La demagogia de sus políticos actuales no desaprovecha la ocasión para esgrimir un victimismo que exculpa a sus gobernantes de sus responsabilidades históricas para con su pueblo, encontrando en la designación de un chivo expiatorio, el colonizador, una vía fácil para la autoindulgencia. No deja de ser la corriente que sume a toda América en este momento de cultura descolonizadora, en el espíritu woke importado del Norte. Pero no es suficiente para explicarlo. Es la transición de las dictaduras de los oligarcas que asumieron el relevo desde que dejaron de ser España, hacia las revoluciones comunistas que alzaron los puños y los fusiles al viento –ante esos abusos lacerantes– y llevaron a cabo una masacre civil justificada, según ellos, en aras de una justicia social que clamaba al cielo poner en marcha.

Pero ¿qué pasó efectivamente? Después de las protestas contra el régimen de Daniel Ortega, las fuerzas gubernamentales asediaron durante casi ocho horas la ciudad de Masaya, que se convirtió en bastión de la oposición a su Gobierno. Tras semanas de intensa violencia en las calles para protestar en contra de una reforma por decreto de la Seguridad Social (INSS), impuesta por el presidente Ortega, que aumentaba las contribuciones de trabajadores y empresarios e imponía una retención del 5 % a los jubilados, la institución estaba al borde de la quiebra por mala gestión. Con un férreo control del Ejército y la Policía, y ayudado por el derroche de la cooperación venezolana, fue la gota que colmó el vaso. La dura represión a las manifestaciones y el descontento que arrastraba la población después de once años del Gobierno de Ortega derivó en una oleada de protestas pidiendo su dimisión. Grupos de jubilados, empresarios y universitarios que salieron a protestar contra el paquete reformista fueron amedrentados por miembros de la Juventud Sandinista, simpatizantes del Frente Sandinista de Liberación (FSLN) y grupos de desconocidos en moto —algunos con camisetas con logos gubernamentales— atacaron a los civiles, destrozaron templos a imitación de lo que había pasado en Chile, etc. Ocho personas resultaron heridas, incluidos varios periodistas. La Asociación Nicaragüense Pro-Derechos Humanos (ANDPH) recogió un balance de 351 muertos. La Iglesia católica trató de mediar en un diálogo para una salida pacífica, la comunidad internacional presionó exigiendo el cese de la represión, pero la herida sigue abierta. A la Iglesia le queda el seguir insistiendo que la dictadura escuche al pueblo.

La persecución contra la Iglesia viene desde las manifestaciones y las matanzas de 2018

Simplemente, nuevos oligarcas, despóticos, tocaron el dólar y se instalaron en el poder con pretensiones de hacerlo para siempre. Su legitimidad moral dejó de inmediato de estar en la igualdad de oportunidades, en los derechos civiles, en la cacareada libertad aireada por los supuestos libertadores. De Bolívar en adelante, todos han esgrimido esa razón. La verdadera es que se trataba de un grupo de resentidos, que se habían creído cuatro mantras marxistas, y los esgrimían como banderas de la nueva verdad que ellos decían poseer en exclusiva. Una vez llegados al poder, reparten el botín entre los afines, con cargos y prebendas, y el resto, los de siempre, otros pobres, sigue sufriendo nuevas injusticias, tanto más dolorosas en cuanto se supone que no lo son, porque es un «Gobierno del pueblo para el pueblo». ¿Quién se atreve a dudar de que esa verdad que ostentan es la Verdad?: Solo la Iglesia. Solo que a veces sus representantes cometen el error de caer en una rivalidad mimética con los Gobiernos de uno u otro signo que confunden su misión profética en denuncia meramente política.

Efectivamente hay una persecución generalizada contra la Iglesia Católica, tildada por el régimen de «golpista». Esto no es nuevo y se viene arrastrando desde las manifestaciones y las matanzas de 2018. Empezó con el exilio obligado por el Gobierno del auxiliar de Managua, y del nuncio, a la que siguió meses después la expulsión de las hermanas de la Caridad de Teresa de Calcuta –nadie se ha atrevido a hacer algo así: expulsar a las más inocentes–; algunos curas molestos y algún que otro obispo no afín al régimen. El obispo auxiliar de Managua, hoy exiliado en Miami, e incluso el Nuncio Apostólico, que fue expulsado del país (porque obviamente, no se le podría encarcelar), fueron los pioneros. Me llegan noticias de que hoy el obispo de Matagalpa, autoerigido como la última voz profética de Nicaragua ha sido secuestrado y silenciado, junto con otros sacerdotes y camarógrafos, miembros del coro de la catedral, esperando que se les lleve a la cárcel de Chipote. La persecución empieza a ser generalizada: se impide a los transportistas hacer viajes para la Iglesia, sean o no peregrinaciones, so pena de quitarles las concesiones. Se habla de que a los salesianos se les va a confiscar todos sus bienes, y que se va a expulsar a los religiosos extranjeros.

Si no se cambia el corazón del hombre, nada cambia

Lo de Monseñor Rolando Álvarez, obispo de Matagalpa, es la consecuencia de significarse políticamente desde hace tiempo. Hace unos meses inició una huelga de hambre, que pronto suspendió, tildada como «días de ayuno y reflexión». Desde hace tiempo está en la mira de la dictadura porque denuncia lo que es evidente pero nadie, en la izquierda mundial y dentro del país, se atreve: que el régimen no es democrático y que usa las leyes a su antojo, que abusa y reparte nepotismo por todos lados.

Nada que no pase en cualquier otro país de América o del mundo, incluido España, solo que allí es más burdo y descarado, porque se sienten poseedores de la verdad –legitimados por tanto para cualquier autoritarismo– y defensores de los que ayer fueron las víctimas.

Es doloroso porque esta situación está llevando a la desinversión internacional que, unido a la crisis económica ya mundial, hace que poder comer todos los días sea complicado para mucha gente. Los católicos saben bien que la solución no está en acabar como sea con una dictadura para implantar una pretendida milagrosa democracia. Si no se cambia el corazón del hombre nada cambia. Pero sí pueden y deben denunciar los abusos de autoridad que se cometen en nombre de no se sabe bien qué sentido de la justicia. Sin embargo, lo más importante es que el evangelio pueda seguir anunciándose a los pobres, a todos tipos de pobres, también a los que hoy gobiernan.