Francisco, el Papa de los ancianos y las reformas en verano
El Papa no deja de enviar palabras de ternura a esos ancianos en el ocaso del último devenir
Ahora que todo el mundo parece tener datos suficientes para juzgar acontecimientos por complicados que parezcan, a partir de las impresiones cebadas por sus propios prejuicios, yo también quiero dar mi opinión; juicio que, en absoluto, tiene la pretenciosa querencia de querer abarcar la verdad que sí creen tener los que no esconden su mal disimulado cabreo contra el Sumo Pontífice, a propósito de unas reformas en pleno verano.
Católicos extraños estos que se revuelven contra el temporal dueño de las llaves, mientras construyen en su imaginación otro rumbo de las cosas y rezan por sus propias intenciones los domingos en el culto. Pero bueno; así está pasando y así hay que contarlo.
Cuando algunos piden reformas de la moral y las costumbres para ver si todo el mundo abandona su terca manera de destruirse a sí mismo en sus errores, siempre parecen pedirlas para los demás, hasta que les toca a ellos examinarse al contraluz de su propia beatitud. Por supuesto, no ven mancha alguna. Todo es perfecto. No consiguen advertir porqué a ellos, y se preguntan con sospecha la razón de tal reforma para aquello que parecía incólume e inamovible como un edificio perfectamente terminado, que ya no precisa cuidado alguno. Pero este es el problema y, de ahí, puede entenderse el cambio. Porque la vida real, nos guste o no, es constante cambio. Solo hay que echar una mirada a lo humano y sus crisis.
Porque todo lo terminado, todo lo que se anuncia como obra clausurada, puede amenazar ruina dentro de la aparente perfección alcanzada que, en cierto sentido, precede a la autocomplacencia, al relajo, al aburrimiento y a la autodestrucción.
Porque todo lo incólume e inamovible, todo lo visto como intocable, todo lo sostenido como irreformable, precisamente por su rigidez, termina por agrietarse, romperse y caer encima de las cabezas de los que tienen menos culpa.
Bien lo sabe el Papa que, como anciano ya achacoso a sus 85 años de viajes, reuniones y continuas quejas intra muros ve llegar, cada vez más cerca, su destino inminente; ese en el que ya no habrá reforma ni posibilidad de concluir nada más que el silencioso anhelo de la vida inmortal a la que todos somos llamados.
Y bien lo saben los enfermos y los ancianos, que sienten en su carne maltrecha que la vida no puede terminarse, que a pesar de la fatiga creciente y las enfermedades que atosigan sus últimos años, ven crecer en sí ese anhelo de reforma verdadera de sus días, un cambio definitivo en la medicación, o un milagro de la ciencia que borre para siempre los estragos de la grave dolencia que amarga los últimos momentos.
Por eso, no creo que haya sido casualidad todo el ciclo de reflexiones y catequesis que el Papa ha dedicado a la ancianidad, que les invito a leer, y que puede haber pasado inadvertido por el ruido de otras pataletas por las plumas de los indios, o las cruces pectorales de quita y pon.
Francisco es consciente de la trascendencia de los ancianos en la vida comunitaria, y no ha dejado de dedicar palabras y gestos de ternura a esas personas en el ocaso del último devenir hacia la ansiada vida nueva; hacia una vida reformada para siempre: sin ambulancias, sillas de ruedas, sin bastones ni analgésicos, y con algo de trabajo para todos los hijos y nietos que se quedan en este lado visible de la eternidad.