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Noches del sacromonteRichi Franco

Isabel Díaz Ayuso y Los anillos de Poder católico

Es enternecedora la acostumbrada querencia al engaño, o a querer dejarse engañar, por parte de los católicos

Parecía bastar una gestión mediáticamente inmaculada de vistas al patio interior para entregarle el afecto a la presidenta doña Isabel Díaz Ayuso: musa de los bares y tabernas, virgen y mártir de la pandemia y reina del correteo en mallas recortando su figura al viento, entre gritos de «¡guapa, guapa y guapa!», elevados como grato incienso en su presencia.

Parecía bastar su semblante fresco y algo despistado en cualquier acto, cada vez más estilosa, más segura de sí misma sobre el tacón por los pasillos de las altas cámaras de los círculos infernales, con esos ricitos caídos de media melena sobre sus ojos de almendra y sus hoyuelos de nácar en carita de melocotón, para que el fiel súbdito, vasallo o ciudadano le perdonara cualquier desliz.

Parecía o quería parecer Isabel esa encarnación de los aparentes mejores años de gobierno y gestión de nuestras vidas, siempre indomable contra la izquierda y siempre a favor del deseable crecimiento económico de los trabajadores en nombre siempre, pero siempre, siempre de la libertad.

Y en nombre de la libertad guiando al pueblo barrió a sus oponentes, uno a uno, con la ayuda inestimable de los cristianos, también ellos obnubilados por su belleza y su tronío desde Chamberí hasta Nueva York, pasando sin velo, o desvelada, entre las hordas infieles como una mujer libre de todo yugo, excepto el del alquiler, aunque esto último no nos lo creamos del todo.

Pero llegados a este punto vamos a ponernos un poco serios; no con ella que ha llevado a cabo perfectamente su trabajo de recogida de sensibilidades ideológicas en el amplio espectro de la derecha, sino con la enternecedora querencia de los católicos a dejarse engañar por las apariencias, ya que a la hora de elegir representante no parecen querer saber que no hay candidatos en política que puedan reproducir el ensueño celestial del Reino de Cristo en la tierra, y luego, vienen las decepciones y las quejas.

Porque un político puede y debe prometer cuando se le calienta el paladar en algún mitin de provincia, pero un cristiano debería saber que eso solo podrá hacerlo Dios, a menos que, en un gesto improbable de sinceridad, reconozca con la mano en el pecho, a la altura de la cartera, que no ha votado según la razón, sino por ese afecto más cercano a la idolatría, donde se confunden los preceptos, las costumbres, la tradición y la audacia de asumir que hay alguien que se autoproclama nuestro salvador, si consigue la mayoría absoluta.

Isabel Díaz Ayuso ha declarado que está a favor del aborto, justamente en nombre de la libertad, tal y como ella la comprende; no se lo reprocho. Se hará el silencio indignado, incómodo y, después, no pasará nada; ni una triste reflexión: seguiremos votando.

Cuando toque o convenga, según la agenda y el calendario, la presidenta hablará de nuevo «en nombre de la libertad» a favor o en contra de alguna consigna por nuestro bien y tampoco pasará nada; incluso aprovechará para reducir la fe cristiana a mero folclore costumbrista y prescindible: con su Belén, su Semana Santa, su perrito en san Antón y el luminoso y florido Corpus por las callejuelas de los Austrias, y lo hará con la misma pasión con la que se tiran las cañas en honor a las tabernias o las tabarnias de esta Tierra Media, porque una vez que el cristiano ha confundido la vida eterna con los eternos horarios de cierre, cualquiera podrá vender más barato el valor de su deseo. Y yo me pregunto, mientras tanto, si el creyente se engaña, o se deja engañar mucho, cuando obedece a un eslogan o a una arenga, o cuando encierra su alma en una urna por un sentido democráticamente equivocado de la libertad, según el evangelio de Isabel Díaz Ayuso.