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Pablo Velasco

¡Que vivan las peñas de mi pueblo!

La fiesta es un escándalo en nuestra utilitarista época, que tuerce el morro ante lo que no tiene una rentabilidad clara y se escandaliza ante la gratuidad

Los hay de varios tipos. Priman los que quieren mostrar su matriz común, aquello que les une: Los toreros, El cerdo, Asociación taurina, Peña (y aquí iría el equipo de fútbol de turno, casi siempre el Madrid); están también los juegos y chistes que harían enloquecer a un filólogo: Los Q3, Cacho qué tío, La mosca gao, Los taitantos, OK operación kubata… ; o los que hacen referencia a algún tipo de toponimia del lugar, al lugar de encuentro habitual o a su calle: La peña del poyo, Los sairenet… ; también aquellos que faltos de creatividad tiraron por la calle de en medio: Los sinnombre, Las anónimas…

Desde el 15 de agosto hasta casi entrar en octubre por toda Castilla uno se empieza a encontrar a grupos con camisetas y sudaderas serigrafiadas por un amateur del diseño celebrando las fiestas de la Virgen Patrona de su correspondiente pueblo. En el norte tienen las «cuadrillas» y en el sur las «reuniones», pero en Castilla el elemento de vínculo son las peñas, y más cuando se trata de festejar, de gastar inútilmente.

Hace unos días la compañía cervecera Mahou (cómo no, otro elemento identificador para saber que uno está en Castilla) sacaba una original campaña para recabar firmas y solicitar la declaración de Bien de Interés Cultural del Patrimonio Cultural Inmaterial a las peñas. Superado el prejuicio de que la finalidad última de toda empresa lo que quiere es vender (claro, no somos tontos), la iniciativa no me puede parecer más acertada. Que las peñas son un elemento cultural propio de las fiestas populares es algo manifiesto. Que su carácter es patrimonial, es decir, legado de padres a hijos, también. De la misma manera que es efectivamente un elemento inmaterial, porque depende sobre todo de que sus protagonistas lleven a cabo con todo el sentido esa actividad.

¿Y qué gana uno con esto? ¿En qué cambiaría esa declaración administrativa? A primera vista en nada de nada. No conlleva una subvención, ni un presupuesto para proteger el bien cultural, porque no se trata de proteger, de mantener quieto, sino de salvaguardar, de dar vida, de subrayar el sentido y de que esa comunidad sea consciente de la importancia que tiene. Por eso es tan valiosa. Julio Caro Baroja apuntaba que aquellos a los que iba a solicitar información sobre las fiestas populares que estudiaba se admiraban al momento del interés de un tercero por lo suyo, y enseguida reforzaba su estima y su verdad de vivencia.

Por eso la fiesta se trata de un gasto inútil. Por eso es un escándalo en nuestra utilitarista época, que tuerce el morro ante lo que no tiene una rentabilidad clara y se escandaliza ante la gratuidad. Acostumbrados como estamos a la vida urbana, a los días de ocio fijos e inocuos, las fiestas populares, que aún mantienen un hilo de conexión con la vida agraria, son un recordatorio bellísimo de que nadie renuncia a nada, y menos a un día de trabajo (porque faltar un día a la tarea supone una ganancia que no se obtiene e incluso suele comportar una pérdida) a no ser por un amor grande. Así que pañoleta al cuello y camiseta en ristre, que empieza el pasacalle.