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radiacionesCarlos Marín-Blázquez

Los falsos profetas del progresismo

Volvamos nuestra capacidad crítica contra la obscena mercantilización de la realidad, que prospera al amparo de un puritanismo de nuevo cuño

Es casi un tópico atribuir el progreso de Occidente a su capacidad crítica. Se juzga obvio que detrás de los logros que se adjudica a sí misma la Modernidad hay una tarea de demolición de aquello que se da por amortizado. De esa manera, queda instaurada una noción de avance lineal en virtud de la cual cada cambio comporta una mejora, y cada mejora es la consecuencia natural de la negación, parcial o total, de algún aspecto de la realidad heredada.

Esta concepción de la historia como un trayecto rectilíneo hacia un horizonte de plena realización de las aspiraciones humanas constituye el dogma fundacional de la única ideología socialmente aceptable a fecha de hoy: el progresismo. El progresismo opera mediante la proyección de los avances en el ámbito del conocimiento científico-técnico a todas las demás esferas del acontecer humano. Desde semejante prisma, la multiplicación de los logros en el campo de la mejora de las condiciones materiales de vida se considera aval suficiente para aplicar al resto de ámbitos de la experiencia el mismo criterio de superación de lo dado.

Se trata, en suma, de crear un estado de opinión en el que no se precise justificación alguna a la hora de introducir modificaciones sustanciales tanto en nuestros hábitos de vida como en nuestra manera de percibir la realidad. La manipulación del lenguaje propicia la creación de un marco mental colectivo íntegramente afín a este proyecto de transformación antropológica. Una corriente filosófica sirve de base al proceso en curso: la deconstrucción. La deconstrucción no admite que haya nada sagrado, definitivo, incuestionable. Aspira a introducir el virus de la sospecha hasta en la última célula del tejido comunitario. Potenciada esta labor de cuestionamiento mediante las políticas de ingeniería social patrocinadas por buena parte de los gobiernos occidentales, el resultado es un panorama de precariedad y desorientación. Un paisaje en el que se hace difícil encontrar alguno de los frutos espléndidos que nos prometían los artífices de la nueva era.

Por lo demás, la duda y la sospecha no son nocivas per se. Aplicadas socráticamente a la búsqueda de la verdad y el bien, constituyen una herramienta de discernimiento indispensable con la que separar el grano de la paja. Sin embargo, elevarlas –como se ha hecho– a principio rector de nuestra civilización resulta por entero incompatible con la continuidad de una sociedad que aspire a conservar un vestigio de fe en sí misma. Si todo queda igualado por el rasero letal de la desconfianza, si no existe nada digno de respeto y de perduración, ya no hay cimientos estables sobre los que asentar la convivencia. La vida en común se transforma en un campo de batalla permanente. El vacío provocado por el desprestigio de las nociones que habían vertebrado la vida colectiva se rellena entonces con una sobredosis de creencias volubles y dogmas pintorescos mediante los cuales el poder subvierte el sentido común y se apropia de nuevas parcelas de influencia.

¿Entonces? Quizá ya sea hora de revertir el sentido de nuestra incredulidad. Puede que esté llegando el tiempo de descreer de todos aquellos sombríos abanderados de la sospecha que nos han conducido hasta el erial por el que ahora transitamos. Si creemos en las virtudes del escepticismo, ejercitémoslo con los que sembraron las semillas de la demolición de Occidente. Puestos a rechazar tutelas, desembaracémonos de una vez por todas del funesto patronazgo de los revolucionarios de salón, los planificadores de la ignorancia, los apologistas del cambio por el cambio, la turbia hermandad de demagogos que sólo medra en la propagación del rencor y la mentira.

Desconfiemos, sí, pero de quienes mientras propugnan la voladura de las jerarquías aprovechan para encaramarse a lo más alto de la pirámide social. Y también de los expertos tecnócratas que reducen el tratamiento de las cuestiones humanas a los límites de una gestión aséptica y rentable. Sobre todo rentable. Volvamos nuestra capacidad crítica contra la obscena mercantilización de la realidad que prospera al amparo de un puritanismo de nuevo cuño. Pongamos coto, al menos en el confín sagrado de la conciencia, a tanto despropósito y tanta falsedad. Porque no se trata tanto de vencer al mundo como de impedir que su mentira nos infecte. Y porque, a fin de cuentas, todo impulso de perfeccionamiento íntimo comienza siempre con un esfuerzo por desenmascarar a la caterva insaciable de los falsos profetas.