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radiacionesCarlos Marín-Blázquez

El fundamento de la vida es cuidar al otro

El interés sincero por el otro es uno de esos elementos que elevan nuestro paso por la tierra a un nivel de dignidad muy distinto al que derivaría de la mera lucha de la supervivencia

Entre las diversas singularidades de nuestra especie, hay una en la que rara vez se incide: el desvelo por quienes forman parte de nuestro entorno. Es esta una cualidad que no se extingue con el transcurso de los años, sino que, por contra, permanece fijada en lo más profundo de nuestra psicología hasta el punto de dotar a nuestro modo de desenvolvernos en el mundo de una dirección precisa. A la persona que no abdica de su humanidad, se la reconoce por esta actitud de atención solícita hacia quienes integran el tejido de sus relaciones cercanas. La preocupación por nuestros familiares y amigos, el interés sincero por todo lo que en alguna medida pueda afectar a sus vidas, constituye uno de esos elementos que elevan nuestro paso por la tierra a un nivel de dignidad muy distinto al que se derivaría de la mera lucha por nuestra supervivencia biológica.

La determinación de cuidar del otro es el verdadero fundamento de la vida en común. Es, además, la materia sobre la que se sustenta el paso de una generación a otra. Así, la salud de una sociedad puede medirse en función de la preeminencia de este dato. Una sociedad sana es aquella en la que los padres se siguen interesando por sus hijos incluso cuando estos ya han conquistado la frontera de su autonomía individual. Pero también, de manera recíproca, una sociedad da muestras de su fortaleza ética cuando los hijos, ya adultos, se desvelan por que la ancianidad de sus padres transcurra rodeada de todos los cuidados que les son necesarios. Hay, desde luego, un componente de sacrificio en esta disposición que asumimos. Porque la gratificación que obtenemos al constatar el bienestar de los nuestros no alcanza a contrarrestar la angustia, constante y soterrada, que experimentamos ante la perspectiva de un giro impredecible del destino. Y es este un peso con el que tenemos que cargar.

Quizá haya sido la imposibilidad de aligerar esa carga lo que haya influido de un modo decisivo en la expansión de un ente que nos sigue obnubilando mediante sus promesas de una seguridad prácticamente absoluta: el Estado. Desde sus orígenes, y más allá del amparo que con toda justicia se esforzó en proporcionar a los más desfavorecidos, el Estado abrazó la pretensión de extender su influencia al conjunto de la sociedad. Se convirtió así en una maquinaria formidable, capaz de unificar las voluntades más diversas bajo el designio de un solo poder. Pero lo hizo al precio no solo de dañar los vínculos que unían a unos hombres con otros, sino invadiendo, a través de una actividad legislativa incesante, esferas que hasta ese momento le estaban vedadas. En 1945, Bertrand de Jouvenel lo sintetizó en esta frase: «El Estado ha conseguido irrumpir en un mundo del que antes estaba excluido; ha reivindicado como sometidos a su propia jurisdicción a quienes antes solo estaban sometidos al padre».

La mención al «padre» remite al ámbito de la familia y, por extensión, a la esfera de los afectos y del cuidado. En el universo de la modernidad política, será el Estado quien reclame para sí el derecho a ocupar ese dominio. Surge entonces un orden totalizador, en el que lo privado acaba subordinado a lo político y en el que la aparente desacralización del espacio público resulta la excusa idónea para convertir las ideologías en las nuevas religiones seculares. De ese modo, y disimulando su condición de Leviatán, el Estado se presenta como un padre providente que nos garantiza toda clase de derechos en aras de nuestra autorrealización plena.

El despertar de este sueño acontece de manera paulatina. Y sucede cuando vemos que desde el Estado –o, para ser más precisos, desde los gobiernos que se sirven del aparato estatal para difundir sus doctrinas disolventes– se aboga por la eliminación física de los más vulnerables, se difunden declaraciones acerca del derecho de los niños a mantener relaciones sexuales consentidas, se aprueban leyes que vacían de contenido la educación o se corrompe la justicia, por recurrir a unos pocos botones de muestra.

¿Y la salida? Retomar, frente a la confusión y al pesimismo que la degradación de lo estatal introduce en el ánimo colectivo, el restablecimiento de los lazos que nos unen a nuestros seres más próximos. Denunciar la vileza, pero sin olvidarnos de afianzarnos en las realidades que nos hacen humanos. Cuidar de los nuestros. Defender a ultranza los límites a los que sabemos que debe atenerse lo político. Sustituir el paradigma abstracto de las discordias ideológicas por el del disfrute concreto de las presencias afines. Y que el mundo, mientras tanto, siga girando sobre su eje.