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Ángel Barahona

Qué gran Putinada

La posibilidad de recurrir a la autodestrucción mutua es algo digno de ser tenido en cuenta. Y no será la consecuencia de un accidente, sino de un mal cálculo por parte de Europa

No me agrada ejercer de profeta, pero me remito a mi columna en El Debate del día 11 de septiembre. Traigo en esta oportunidad una cita del magnífico libro de Jean-Pierre Dupuy, La guerre qui ne peut pas avoir lieu, de 2018. Empieza con un primer capítulo titulado A un minuto del apocalipsis y por qué a (casi) nadie le importa. El libro comienza relatando un accidente que pudo tener lugar en el 2018 cuando un misil estratégico de largo alcance nor-coreano parecía amenazar las islas Hawái. Según Dupuy, es al antiguo secretario de Defensa del presidente Clinton, William Perry, al que debemos haber sobrevivido a «algún que otro apocalipsis que no se ha producido». Nosotros podemos congratularnos de que se interpretó como una falsa alerta. El problema es que podríamos hablar de un «accidente» de consecuencias catastróficas. Si hubiera tenido lugar ese accidente, cómo recoge Girard en Achever Clausewitz, se hubiera apelado sin pensarlo a la montée aux extrêmes, es decir a una escalada interminable hasta la mutua aniquilación. Lo importante aquí es acentuar que no se trata de lo que hasta ahora se pensaba en términos de estrategia nuclear, es decir, que un ataque nuclear sería una decisión deliberada en una tensión de reciprocidad ante la cual no se ve otra decisión que lo que en términos estratégicos se llama a brinkmanship (guerra al borde del abismo). Lo que muestra ese accidente es que hay que entrar en otra lógica distinta a la de la deliberación racional, calculada. Si esta alerta accidental hubiera dado lugar a una respuesta automática, dado los niveles de inteligencia artificial en los que se mueve el armamento actual, lo cual es bastante plausible, habríamos conocido lo que Clausewitz profetizaba: la escalada exponencial de la violencia hasta llegar a las tinieblas exteriores, la aniquilación mutua.

Las circunstancias permiten predecir algún tipo de accidente que desate la maquinaria que se trata de contener. Esperemos que no. Pero lo que no nos vale es no contar con ello y no tener pensado qué hacer antes de la intervención de la inteligencia artificial, de las malas conclusiones que nos harán sacar los datos y los análisis militares basados en la acción-reacción.

En el análisis del resentimiento en las sociedades democráticas, que son las que están amenazadas por la guerra permanentemente, el duelismo entre gallos de pelea se traslada de lo individual y social a las relaciones internacionales. «Lo peor, seremos testigos de ello, es cuando las armas, por su simple existencia, reemplazan a las palabras y crean un nuevo lenguaje». Este lenguaje está dominado por la rivalidad mimética, responde a la teoría del loco (MAD: Mad man theory, que remite a las siglas Mutually Assured Destruction). Dupuy cita a Daniel Ellsberg, (The doomsday machine. Confessions of a Nuclear Planner, NY, Bloomsbury, 2017), aquel que publicó en el New York Times los llamados «papeles del pentágono», cuando trabajaba como analista de datos especialista en la teoría de la «elección racional».

En su libro, Ellsberg nos cuenta el shock que experimentó dándose cuenta del número de muertos que los planes que él había concebido entrañarían a escala del planeta: 600 millones. Ellsberg necesitaba precisarlo: 100 holocaustos. Las cifras son tan enormes que no dicen nada a nadie, y siento decir que vamos a verificarlo más de una vez. Los razonamientos en torno son tan alambicados que quedamos anestesiados para tomar conciencia de la necesidad de plantear un debate urgente en torno a ello. ¿Qué opciones le quedan a Putin? Ni siquiera una salida airosa es pensable. El orgullo y el resentimiento que anidan en lo profundo de la psique de todo autócrata no aceptarán nada que no sea una victoria. Pero si la situación, en todos los sentidos posibles (económicos, militares, de orden interno, de equilibrios externos con los amigos y los enemigos) se vuelve insostenible, la posibilidad de recurrir, en una sobre puja del orgullo, a la autodestrucción mutua asegurada es algo digno de ser tenido en cuenta. Y no será la consecuencia de un accidente, sino de un mal cálculo por parte de Europa que siempre llega a tarde a comprender sus propias teorías sobre la guerra.

Ni siquiera si alguien le recordara a Putin la sabia reflexión de Nikita Khrouchtchev, cuando la crisis de los misiles de Cuba, serviría como base para nuestra esperanza en la sensatez que se presupone en los seres racionales: «Qué bien me hubiera aportado, en el momento en el que yo desaparecería (en un apocalipsis nuclear), y en el que nuestra gran nación y los Estados Unidos de América habrían sido reducidos al estado de ruinas, el que el honor nacional de la Unión Soviética se hubiera salvado». Tal vez lo que le recuerde esta reflexión es que su actitud no beligerante le supuso a Khrouchtchev la caída en desgracia. ¿Estará dispuesto a soportar esta humillación? Continuará.