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Un mundo felizJaume Vives

Milagros a fuego lento

Las cosas más asombrosas de esta vida no hay que hacerlas, hay que dejar que pasen, que se hagan solas, a veces participar en ellas y normalmente simplemente observarlas

El otro día publicaba Javier Garisoain una reflexión que me ha dejado pensando toda la semana. «Los milagros. ¿En qué se diferencian de la realidad, de la vida misma? Las cosas que nos rodean no nos parecen milagrosas solo porque aparecen poco a poco. Toda la creación es una sucesión de milagros a fuego lento».

Están allí, pero nuestra ceguera nos impide descubrirlos. Nos desencajaría la mandíbula haber vivido en primera persona cómo en el siglo XVII le crecía la pierna amputada al cojo de Calanda, pero nos quedamos indiferentes ante las piernas de los niños que juegan a fútbol en el parque.

Cada tendón cumple una función, cada nervio está en el lugar que le corresponde, cada hueso está preparado para resistir los golpes y los músculos permiten el movimiento necesario para chutar el balón con una potencia tal que podría romper incluso el cristal que hay en el jardín, hecho por la mano del hombre, y la pierna ni inmutarse.

Pero claro, esas piernas se han cocinado a fuego lento, y solo los padres han podido vivir –tampoco demasiado– ese milagro. Para el resto es algo que se da por supuesto, que esas piernas estén allí tan libres y perfectas haciendo todo tipo de virguerías con el balón.

Y qué decir del sol. Dicen que en 1917 se puso a bailar en Fátima. Incluso existen videos que atestiguan fenómenos parecidos en otros santuarios marianos más recientemente. Os podéis imaginar la cara de los presentes. Pero también os podéis imaginar la cara –porque es la nuestra– de los que cada día vemos salir el sol como si fuera un derecho conquistado. Sin la menor sorpresa, sin una pizca de agradecimiento.

Que el sol salga cada día a la distancia justa para que no nos muramos de frío o para que no explotemos como una palomita es un milagro mucho menos visual pero mucho más importante que contemplar al sol bailando un vals. Un milagro que dura 24 horas todos los días del año. No descansa ni siquiera el día de Navidad.

¿Y qué pasa con los árboles frutales? ¿Y con las hormigas? ¿Y con la amistad? ¿Y con el amor entre los esposos? ¿Y con el poder para engendrar una nueva vida?

¿Nos hemos parado a pensar que detrás de cada bebé que nace hay una sucesión de milagros que se repiten desde tiempo inmemorial durante los nueve meses que dura su gestación?

Las cosas más asombrosas de esta vida no hay que hacerlas, hay que dejar que pasen, que se hagan solas, a veces participar en ellas y normalmente simplemente observarlas. Y todas son milagrosas, todas nos hablan de Dios, ese es el verdadero milagro de la naturaleza. Un Dios encarnado que nos ama y que participa de nuestra realidad, que no le es ajena. Una realidad milagrosa que casi siempre se da a fuego lento.