Este artículo ya no sirve de mucho
El delirio totalitario rebasa los límites que Dios se impone a sí mismo
En uno de sus libros más conocidos, Emmanuel Carrère refiere una anécdota que no es posible leer sin un asomo de estupor. Sucede en la Unión Soviética, unos meses después de la muerte de Stalin. Lavrenti Beria, quien durante 15 años ha ejercido con implacable ferocidad como jefe supremo del NKVD, la policía política del régimen, cae en desgracia y es ejecutado de un tiro en la frente. Finalizada la purga, los suscriptores de la Gran Enciclopedia Soviética reciben, junto con su nuevo fascículo, una circular en la que se les insta a recortar con una hoja de afeitar la entrada dedicada a Beria y sustituirla por otra que se adjunta en el sobre y que versa sobre el estrecho de Bering.
«Beria», «Bering»: los astutos patrocinadores del proyecto evitan de este modo que el orden alfabético se vea alterado. En el momento de su muerte, la figura de Beria aparece glosada en las páginas del la Gran Enciclopedia a través de la consabida retórica con la que el régimen encumbra a sus héroes. Al asesino en masa, al violador compulsivo, al cerebro de la masacre del bosque de Katyn y principal artífice de la expansión de la red de campos de trabajo forzados (más conocida como Gulag) se le retrata como «ardiente amigo del proletariado». ¿Qué dudas acerca de la omnisciencia del Partido asaltarían a los cándidos suscriptores de la Enciclopedia que, de un día para otro, vieron cómo la biografía del prócer insigne se volatilizaba en la nada? ¿Cómo lograron compaginar la fe que hasta unos meses antes le profesaban a Stalin con la confianza debida ahora a la infalibilidad de su nuevo líder?
Más allá de la convulsión emocional que en las animosas bases del partido provocaría este suceso, lo significativo de la anécdota radica en otro punto. Reparemos en aquello en que la astucia podría haber consistido, pero no consistió: en sustituir la página elogiosa por otra que sirviera para justificar el asesinato de Beria. Sin embargo, la treta fue concebida no para denigrar al antiguo sicario, sino para lograr que nunca hubiera existido. De manera parecida a como Stalin ordenaba que se hiciera desaparecer de todos los archivos fotográficos las imágenes de los camaradas de los que se iba desembarazando, con lo que nos topamos aquí es con una nueva tentativa de modificar el pasado.
Llevado a ese extremo, el delirio totalitario rebasa los límites que Dios se impone a sí mismo. Como escribe Carrère: «El privilegio que Tomás de Aquino negaba a Dios, el de que no haya acontecido lo que ha acontecido, se lo arrogó el poder soviético». Esa supresión del pasado no es sino la manifestación más aberrante de su intento de urdir un inmenso trampantojo. Persigue, mediante la colectivización de las mentes y la desfiguración de la memoria que acometen los órganos de la propaganda, crear súbditos dóciles a la profecía enunciada por Orwell, y de acuerdo a la cual «si el Líder dice de tal o cual acontecimiento que no ha sucedido, es que no ha sucedido».
«Pretensión de perturbados», se objetará. Puede. Pero hay un periodo de tiempo durante el cual la artimaña funciona. Un lapso en el que se consigue que la gente perciba no sólo como aceptables, sino incluso como constructivos y meritorios, valores y comportamientos que actúan como disolventes del tejido social. Es como si en lugar de haber arrancado la página de una enciclopedia, se hubiera procedido a formatear la conciencia de la gente. El daño que se causa es inmenso y la recomposición del sentido común –si es que alguna vez llega a recomponerse del todo– puede abarcar generaciones.
La Unión Soviética era un universo hermético, clausurado en sí mismo y, de acuerdo a los indicios más fiables, mortalmente enfermo de paranoia. Sus habitantes se hallaban privados del acceso a modelos de convivencia distintos a los que la nomenklatura les imponía. Si a los suscriptores de la Enciclopedia Soviética los hacemos destinatarios –como yo mismo he hecho al inicio de este artículo– de una mirada entre condescendiente e irónica, es porque pensamos que nosotros, en tanto miembros de sociedades democráticas y abiertas, nos consideramos inmunes a los corrosivos virus de la desinformación, a resguardo de cualquier tipo de engaño que nos empuje a vivir de espaldas a la realidad, soberanamente protegidos de los abusos en que suelen sentirse tentados de incurrir los poderosos.
Pues bien, y sin que en mi intención esté equiparar un régimen como el soviético con el sistema bajo el que vivimos: si ésa es la lección que extraemos de la anécdota narrada por Carrère, me temo que este artículo no habrá servido de mucho.