Repetir la historia
Si la historia no se repite exactamente, sí nos ofrece paralelismos muy significativos
Es un viejo lugar común aquello de que la historia no se repite dos veces. Luego Marx dijo aquello de que se repite, sí, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa…, algo que los armenios se empeñan en desmentir, viviendo de tragedia en tragedia mientras el mundo, también hoy, mira para otro lado.
Pero si la historia no se repite exactamente, sí nos ofrece paralelismos muy significativos. Como los que descubrimos cuando comparamos la oleada woke y su cultura de la cancelación y lo que ocurrió en la Inglaterra de hace cinco siglos. Una tesis a primera vista atrevida, pero que al menos nos hará pensar.
No nos referimos principalmente a Enrique VIII y su colección de esposas, sino al fenómeno que aquel monarca originó, lo que se conoce como Reforma inglesa y la durísima persecución que significó para los católicos. Es frecuente leer que el catolicismo inglés fue sustituido porque estaba ya agotado, repleto de supersticiones y corrupción, y que por ello mismo el pueblo abrazó la Reforma. Nada más lejos de la realidad: el catolicismo inglés gozaba de buena salud y fue extirpado con enorme violencia siguiendo los planes de la élite gobernante, decididos a imponer su agenda costase lo que costase. Sus métodos, los métodos de Enrique VIII y sus lugartenientes, los dos «tomases», Tomás Cromwell y Tomás Cranmer, no nos sonaran extraños a quienes vivimos bajo el régimen woke.
Empezando por eso tan cursi que llaman «el relato» y que en tantas ocasiones consiste en manipular, distorsionar o silenciar el pasado para que se adecúe a nuestros propósitos, legitime nuestras arbitrariedades y demonice a todo aquel que no comulga con nosotros. Así, Cranmer y un grupo de académicos crearon una versión de la historia que justificaba las pretensiones de Enrique VIII y que titularon Collectanea satis copiosa, «colecciones suficientemente abundantes», que pretendía, entre otras cosas, que el Rey de Inglaterra era y siempre había sido la autoridad suprema sobre la Iglesia en su reino. Una especie de ley de memoria democrática avant la lettre.
A continuación se lanzaron a lo que hoy llamaríamos una campaña de cancelaciones a lo largo y ancho del reino. Sostener que el nuevo relato era falso se convirtió en herejía. Lo que había sido universalmente sostenido hasta entonces pasó a ser un grave delito de la noche a la mañana. Se derribaron estatuas de hombres ilustres que ahora pasaban a ser vilipendiados. Se quemaron libros… y también personas, consideradas herejes por desviaciones teológicas cuyas definiciones cambiaban cada año.
Eso sí, como en tantas revoluciones, para consolidar sus objetivos, Enrique VIII necesitaba el apoyo de la «clase dirigente», lo que en Estados Unidos llaman ahora el «Uno por ciento». Para ello fue clave la política de Tomás Cromwell (precedente de nuestra desamortización, que operó del mismo modo), disolviendo los monasterios, saqueando las propiedades de la Iglesia y entregándoselas a esos poderosos que, de este modo, ligaban su suerte a la del régimen. A cambio solo tenían que adherirse a las nuevas reglas del juego. Algo similar a lo que ocurre con tantas grandes empresas, dispuestas a apuntarse a lo que sea (desde la revolución trans al chantaje ejercido por Black Lives Matter) con tal de seguir disfrutando de los privilegios que su postura, perfectamente alineada con el poder woke, les reporta.
La hija de Enrique VIII, Isabel I, estableció la iglesia anglicana y rebajó ligeramente la intensidad de la persecución, si bien estableció una especie de sistema de crédito social religioso para obligar a los católicos a ceder y acabó ejecutando a numerosos papistas. Luego vendrían otras fases de esta revolución religiosa y política, y como sucede en todas las revoluciones los más radicales acabaron llevándose por delante a los revolucionarios de primera hora, cumpliéndose así aquel adagio de que la revolución devora a sus hijos. Fueron los puritanos, liderados por otro Cromwell, esta vez Oliver, quienes acabaron cortando la cabeza de Carlos I y establecieron una autocracia que prohibió numerosas costumbres (entre ellas la Navidad) juzgadas residuos del catolicismo y sin dudar en recurrir para ello al terror. Un escenario, por cierto, que recuerda vivamente a las prohibiciones sin fin que propugnan los neopuritanos de hoy en día.
Mientras tanto, persistió un resto de católicos que permaneció fiel a su fe, jugándose y entregando su vida en muchas ocasiones, sin ceder a las imposiciones del poder. Es una historia de tremendos sacrificios, sí, pero sin la que resultan incomprensibles esas oleadas de conversiones a la Iglesia católica que regularmente sacuden Inglaterra, desde Newman, pasando por Chesterton y Evelyn Waugh entre otros, hasta, ya en nuestros días, el antiguo obispo anglicano de Rochester, Michael Nazir-Ali o el también antiguo obispo anglicano y capellán de la reina Isabel II hasta 2017, Gavin Ashenden.