Fundado en 1910
Animal de AzoteaJosé María Contreras Espuny

Sevillistas pese a todo

Quizá, dije a mi mujer una vez acostados los niños, deba esperar a que el Sevilla mejore, que más vale un sevillista tardío que, por ejemplo, un madridista

El Sevilla F.C. está mal, tan mal, que si no fuera por el sueldo y los coches deportivos, nadie tomaría a nuestros jugadores por futbolistas. Empezaron a perder por las circunstancias, luego devino en costumbre y, a estas alturas, se ha convertido en un vicio. Es más, estoy seguro de que, cuando se dividen para jugar un partidillo en los entrenamientos, de algún modo se las arreglan para que pierdan los dos equipos. Ni siquiera nos queda el consuelo del Betis, la perpetua dolorosa que, sin embargo, a lo farandulero, folclórico y jijajante que siempre ha llevado consigo, suma ahora buen juego y victorias. Increíble. El mundo… que ya no hay quien lo entienda.

Con todo, el sábado decidí llevar a mis dos hijos mayores, José María y Manuel, al Sánchez Pizjuán por primera vez. Era su rito de iniciación. Tuvimos la suerte de que nos acompañara Manolo, quien, además de mi padrino de bautismo, es el culpable de un sevillismo que sin su intervención jamás habría contraído, ya que en casa de mis padres interesaba el fútbol de nada para abajo. Los niños estaban emocionados y, como hiciera conmigo en su día, Manolo les compró sus primeras bufandas. Frente al mosaico de preferencia, escoltado por mis dos hijos, bufanda al cuello y escudo sobre el pecho, se colocó mi padrino. La misma foto 30 años después.

Como es natural, quedaron impactados al salir del vomitorio. Han nacido, crecen y viven en Osuna, un pueblo de 17.000 habitantes, y de repente, se les echaban encima 40.000 mortales. Al escuchar los primeros acordes del himno, se pusieron de pie sobre los asientos y desplegaron las bufandas a todo lo que daban sus pequeños brazos. Lo que luego vino fueron 90 minutos de algo que no entendieron muy bien, y menos mal. A ver si ganamos, me dije al principio, más pensando en mis hijos que en el propio Sevilla. Cuando empezaba la segunda mitad, rebajé mis expectativas: Un empate por lo menos. En los últimos minutos, con los niños ya aperreados, imploré aunque fuera un gol. Nada nos fue concedido. Cansados, hambrientos y decepcionados, cogimos el coche y volvimos a Osuna.

Por el camino me di cuenta de que había cometido un error. Con cinco y seis años, mis hijos aún no entienden lo incondicional de pertenecer a su equipo, y tardes de tedio y desesperación como esta pueden hacerles renegar del fútbol, que malo, o cambiar incluso de equipo, que peor. Evidentemente soy partidario de dar libertad de elección a mis hijos, pero solo en lo secundario. En lo principal, todo condicionamiento es poco. Como ya son ursaonenses y católicos, apostólicos y romanos, han de ser sevillistas. Estas pertenencias les preceden, contextualizan, obligan y dan sentido. Y si, por mano del demonio, dejaran de ser alguna de estas cosas, no serían más ellos mismos, sino vaya usted a saber el qué.

Al llegar a casa, seguía con estos pensamientos. Quizá, dije a mi mujer una vez acostados los niños, deba esperar a que el Sevilla mejore, que más vale un sevillista tardío que, por ejemplo, un madridista. No te preocupes, que la próxima vez ganaréis, replicó ella en la ignorancia del estado calamitoso en que se encuentra el equipo.

Dado que los niños no se duermen al instante, antes de acostarnos hacemos una ronda para asegurarnos de que siguen bien y de que, sobre todo, no han hecho algún estropicio para despedir el día. Tras abrir con sigilo la puerta, comprobé con orgullo que ambos se habían levantado en la oscuridad y recorrido a tientas el dormitorio hasta dar con las bufandas. Se las anudaron con fuerza al cuello y así se habían quedado dormidos. Quítaselas, me pidió Matilde, que se van a asar. Por supuesto me negué. Déjalos, que suden.