La muerte de los que amamos
Noviembre nos sugiere una vía de escape al absurdo que satura nuestra época
Trae noviembre una luz adecuada a la introspección. Al acortarse, parece que los días nos señalaran el comienzo de un tiempo distinto, vuelto hacia el interior de cada uno, deslizándose en la luminosidad de unas horas que ya tienen esa coloración desvaída y crecientemente brumosa que nos invita a sumergirnos en una atmósfera de repliegue. Hay, o puede haberlo, un desplazamiento desde el aire de despojamiento que adquieren los paisajes de nuestro entorno hacia un estado del ánimo más propicio a ocuparse de los asuntos que llevamos dentro. El mundo sigue a lo suyo, mientras tanto, vértigo y furia, y una discreta nota de desazón insinuándose bajo el festivo torbellino cotidiano, como el apagado lamento de una criatura que contemplara su final con los ojos vacíos de cualquier atisbo de esperanza.
Noviembre nos sugiere una vía de escape al absurdo que satura nuestra época. Se trata de un viaje en la memoria, de un retorno a los orígenes. Sin duda, el establecimiento de un mes dedicado al recuerdo de nuestros difuntos ostenta, justo en este punto de la historia en el que nos empeñamos en vivir de espaldas a la muerte, un cariz disidente. De un tiempo para acá, nuestra sociedad se ha decantado por un giro lúdico que en estas fechas encuentra su modo de escenificación más estrambótico en ese carnaval importado que llena las calles de burdas representaciones paródicas que nada significan. Un espectáculo, por otra parte, acorde al afán que domina hoy, y que no es otro que el de ignorar las realidades esenciales que dan forma a la existencia.
Pero ¿para qué recordar a nuestros difuntos? Desde luego, la ventaja que podría extraer de ello un mundo que idolatra lo utilitario y exalta la autonomía del individuo desvinculado de toda forma de continuidad histórica, resulta nula. Sin embargo, quienes tendemos a situarnos al margen de las coordenadas dominantes atesoramos un puñado de buenos motivos para perseverar en el empeño. En primer lugar, es algo que nos previene acerca del carácter transitorio de nuestro discurrir por la tierra. Ello asienta nuestros pies sobre el suelo firme de la realidad, pone límites precisos a las inflamaciones de nuestro orgullo y nos anima a celebrar la hermosura de lo que es frágil por el solo motivo de que lo es; es decir, por la constancia dramática de que existe y de que, porque existe, está llamado a desaparecer.
El culto a los difuntos encierra, además, otras vertientes que, aunque obvias, no desmerecen un breve apunte. Supone un acto de gratitud hacia todos aquellos antepasados nuestros sin cuya determinación no nos encontraríamos en este instante formando parte de la extensa cadena de los vivos. Conmemoramos así, más allá del puro hecho biológico, un fenómeno de resonancias complejas, antropológicas, y que se sustancia mediante nuestra inserción en ese ámbito donde, al menos en un plano ideal, se nos pertrecha del bagaje necesario para afrontar nuestro paso por la vida provistos de una indispensable reserva de integridad y de confianza en nosotros mismos. Ese ámbito al que, al menos por ahora, todavía se nos permite llamar familia.
Los rituales funerarios han sido, desde sus orígenes, el medio a través del cual el ser humano ha buscado el punto de fuga hacia una dimensión que le sobrepasa. En ese sentido, manifiestan el ahínco de una voluntad empecinada; la voluntad de recordar a quienes nos han dejado y de negar, mediante dicho recuerdo y la cíclica actualización del homenaje que les tributamos, que su ausencia sea definitiva. Como escribe Higinio Marín: «Sepultar a los muertos es hacerles sitio en el mundo de los vivos y negarse a su destierro».
Por lo demás, la muerte de los que amamos tiene siempre para nosotros un tenor injusto; nos resistimos a asumirlo como un acontecimiento natural, con independencia de la edad y las circunstancias en que se produzca, y ello en la medida en que lo experimentamos como un suceso que nos sume en el desamparo y suscita en lo profundo de nuestro ser un sentimiento de incredulidad y escándalo. Meditar sobre el alcance de este último vínculo que nos sigue atando a nuestros seres queridos es lo que nos ofrece noviembre. En un tiempo que trata de disimular su inconsistencia exhibiendo los andrajos más variopintos, noviembre nos recuerda el carácter perfectamente serio de nuestra condición. Pero no por ello es un mes luctuoso. Prevalece, como contrapartida a la conciencia de nuestra caducidad, al trasfondo de angustia que alienta bajo la superficie inestable de los días, el peso, precario y a la vez ineludible, de una palabra con la que, aun en medio de la noche más cerrada, el hombre ha venido nombrando su anhelo de perduración y de justicia más allá de todo fundamento: esperanza.
Sin ella, ¿ cómo podríamos seguir adelante?