Los que tienen que servir
La presión, por ser sacramentos, va de suyo, pero crece exponencialmente en estos tiempos por serlo de servir, que es lo que esta sociedad aborrece
Si yo fuese narrador, escribiría un cuento. Como soy columnista, escribo este artículo sobre este relato que me ronda, un relatículo. No habría que irse a un «Érase una vez en un país lejano», sino arrancar de aquí y ahora. Todo se nos va en pagar impuestos y en la inflación (valga la redundancia), es imposible mantener un servicio doméstico como en las casas viejas. Algunos se alegran como si esto fuese un hito igualitario, cuando eran puestos de trabajo muy dignos y valorados que han hecho por la conciliación familiar más que todo el ministerio de Igualdad, si uno se quita las anteojeras ideológicas, y se atreve a decirlo.
Entonces unos irredentos –arranca ya el relatículo– crearon una sociedad de servicios mutuos. Si uno quiere dar una cena o incluso una fiesta, otros miembros de la sociedad se ofrecen de mayordomos, amas de llaves, cocineras, mozos de comedor, mecánicos y toda la pesca. El evento resulta exquisito, esto es, revolucionariamente reaccionario. Sin duda, lo disfrutan más los que están sirviendo, porque están en el secreto y se esmeran en servirlo todo perfecto y la felicidad estriba en el deber cumplido. Otro día cambiarán las tornas. La clave es que la cosa no derive en una patochada carnavalesca. El servicio tiene que ser cuidadoso y sin el mínimo guiño de complicidad, naturalmente. Quizá todo tenga un eco de la hermosísima leyenda artúrica de Sir Gareth, el Caballero –precisamente– de la Cocina.
Los miembros de la sociedad secreta de actos sociales aprovechan para invitar a sus compromisos más encopetados. El enredo narrativo empezaría cuando, en una de estas cenas, la pariente mexicana del anfitrión, bellísima, cayese locamente enamorada de uno de los camareros. Y que esta mexicana fuese tremendamente estirada, y no pudiese entender cómo se había enamorado tan de repente y de un joven que trabaja para su lejano y medio empobrecido –aunque trate de disimularlo– tío español. El joven también sentiría algo, pero el juramento de la sociedad de no revelar el secreto por nada del mundo le ataría a su distante papel (de) secundario: de segundo mozo de comedor.
Los enredos posteriores pueden ser todo lo laberínticos que alcance a recrear la imaginación del novelista que yo no soy. ¿Se ven en el aeropuerto y ella le ofrece una propina si lleva sus pesadas maletas? ¿Un encuentro en una fiesta en Roma, donde el joven ya no hace de camarero, pero ella asume que se ha colado y se dedica a cubrirle las espaldas, y él se deja?
Por supuesto, siendo una historia mía, terminará bien, quiero decir, en boda canónica, quizá con ella pensando que ha hecho un matrimonio regular y, por tanto, orgullosa de haber vencido su ridículo prejuicio. Él, muerto de risa hasta la tumba, habrá devenido en repentino hombre hecho a sí mismo. No sé… Lo que importa es hacer, con la excusa del cuentecillo de amor y lujo, una defensa del servicio y de la alegría de sostener la dulzura de la vida de los demás, aunque sea jugando.
Comenta Armando Pego Puigbó, con su perspicacia habitual, en Poética del monasterio (Encuentro) que «no debería sorprender que los dos sacramentos católicos llamados de servicio –el matrimonio y el orden sacerdotal– estén bajo una presión extraordinaria». La presión, por ser sacramentos, va de suyo, pero crece exponencialmente en estos tiempos por serlo de servir, que es lo que esta sociedad aborrece.
Incluso en las profesiones que prestan servicios, cada vez los regalan menos. Todo se protocoliza en busca una eficacia y una rentabilidad que se llevan por delante el sustrato de entrega personal y el prurito detallista que es el tesoro de esos trabajos. Por eso, quizá lo de mi cuento no sea tan disparatado, quiero decir, su moraleja. Es el momento de que los amateurs nos lancemos a servirnos unos a otros con sentido lúdico y espíritu perfeccionista.