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Armando Pego, autor de Poética del monasterioAlfonso Úcar

Armando Pego: «No podemos arrancarnos el mal con denuncias apocalípticas»

¿Se puede ser laico, vivir en medio del mundo, y tener alma de monje; vivir el contemptus mundi de los clásicos y medievales? De eso habla Armando Pego en esta entrevista para El Debate

Tras su Trilogía güelfa (2014–2016), y El peregrino absoluto (2020), Armando Pego presenta su Poética del monasterio (Encuentro). El profesor en La Salle - Ramón Llull propone una espiritualidad serena en medio del mundo, y recuerda que el Pecado original, la Caída, resulta esencial para entender la civilización. «No se trata sólo del relato bíblico; la destrucción de Troya también presiona nuestra imaginación, y nos lega igualmente la idea de que el mal no es una adherencia que nos podemos arrancar con buenas intenciones o con denuncias apocalípticas», explica.

Trilogía güelfa, El peregrino absoluto, Poética del monasterio. ¿Hablamos de un recorrido, un peregrinaje que acaba en un lugar?

–Es la obra de toda una década. De la década de la madurez, del paso de la tardía juventud, cuando ya se están cumpliendo las ambiciones y también se van asumiendo los fracasos. Se trata de un itinerario marcado por contrastes. En alguna ocasión me he definido como anarco–reaccionario, como aquella persona que —visto que el orden en el que cree ha desaparecido— lucha contra las parodias de orden que se intentan imponer como un sucedáneo, y que rechazan ese pasado que yo he amado y que amo. Un pasado que no es solamente cultural, sino que es también espiritual, político, social. No hay ninguna nostalgia. Pero sí hay una voluntad de mantener ese hilo, esa continuidad de una tradición que hace que el presente tenga la obligación moral de conservar, de custodiar, de proteger el vínculo entre el pasado y el futuro. Al llegar a la meta, a este monasterio, intento reflejar en mi libro la síntesis de mi pensamiento.

– ¿Cuál sería este pensamiento, propuesta, o modo de vivir?

– El monasterio para mí es un espacio físico, pero también es un espacio simbólico. Y ese espacio simbólico abarca los tres grandes pilares de mi vida y de mi fe. El hogar, la familia, por un lado. Por otro lado, la escuela, en el sentido de la academia, de la universidad, el lugar donde se aprende, donde se conoce, donde se dialoga, donde se mantiene vivo el deseo de las letras y el amor de Dios. Y, por último, el monasterio es también la imagen, la metáfora de lo que es —o de lo que debería ser— para mí la Iglesia. Un lugar o una comunidad en la cual peregrinamos, porque este mundo no es una realidad definitiva, es una realidad importante en la cual hace falta estar encarnado. Pero la auténtica patria no está aquí, sino que nos hallamos de camino hacia ella.

Armando PegoAlfonso Úcar

– En el libro usted habla de la crisis o deconstrucción del padre, del maestro y del monje. ¿Hasta qué punto la familia expulsa al padre, la sociedad o la escuela expulsa al maestro?

– Se los expulsa desde el mero nombre; el padre pasa a ser un «progenitor A», y ahora a los maestros se los llama «agentes docentes». A la figura del maestro se la reduce a una parodia, casi como el mantenimiento de aquella imagen de «la letra con sangre entra». Se lo convierte en el causante de todos los males y de todas las frustraciones. El maestro al final se convierte simplemente en un coach emocional, en un acompañante de emociones.

Suelo repetir que pertenezco a una generación posconciliar; nazco en el año 70, y por tanto no conozco la Iglesia anterior al Concilio. Pertenezco a este grupo de personas que ha vivido todas las transformaciones sociales del 68, que a España llegan con retraso, pero que llegan con fuerza. Se ha producido una herida en el mundo que habíamos vivido, una ruptura, una escisión, y el esfuerzo de estas obras —y concretamente de Poética del monasterio— consiste en replantearse cómo se ha llegado a este punto y si es posible, no una vuelta al pasado, sino volver a conectar con la tradición para seguir avanzando. La tradición no es un conjunto de normas y ritos que deben ser mantenidos en una atmósfera pura, sino que es algo vivo, es un depósito, y debe ser enriquecido y no solamente conservado.

El monasterio es también un ejemplo, una referencia para la vida de cada laicoArmando Pego

– ¿Y el monje?

– Para mi generación fue muy impactante, sin duda, la desaparición repentina de muchísimas personas que dejaban el sacerdocio o dejaban la condición religiosa. El sacerdote o el religioso, o el monje, que era visto como una figura de referencia —lo que en catalán llamaríamos el «pal de paller», el eje de una comunidad—, se convierte en un agente dinamizador. En nombre de una idea muy fecunda del Concilio, que es la de la presencia del laicado. Pero se produce toda una serie de confusiones. El laico deja de ser laico y pasa a ser un sucedáneo de clérigo. Y el clérigo está empeñado en ser una versión laica del ámbito de la espiritualidad.

– A lo largo de la historia de la Iglesia ha habido figuras como Tomás Moro. Siendo laico, padre de familia, tenía una actitud o un talante muy monacal. ¿Sería esa la figura que usted propone?

– Esa sería una figura fundamental. Cuando era joven, tuvo un acercamiento a la Cartuja. Finalmente, no se hizo cartujo, pero siempre bebió, se alimentó de la espiritualidad de Cartuja. En algún pasaje de sus escritos, él dice que, en medio del tráfago de ocupaciones que él tenía —preocupaciones, obligaciones familiares, políticas—, era preciso mantener la calma, porque todos debíamos llevar una Cartuja dentro del corazón. En ese sentido reivindico el monasterio. El monasterio no es simplemente un lugar que está a las afueras, un lugar que significa una retirada del mundo, sino que el monasterio es también un ejemplo, una referencia para la vida de cada laico. Es un testimonio de vida cristiana para todos los laicos, sea cual sea su condición, sea cual sea su estado.

Los monasterios eran también lugares de civilización, de cultura. Lugares que proporcionaban determinadas seguridadesArmando Pego

– ¿Los católicos se han olvidado de esos venerables monjes benedictinos, con sus antiguas liturgias, para entregarse al activismo parroquial?

– Prácticamente ha desaparecido no solamente del horizonte cultural, sino incluso del paisaje sentimental de las nuevas generaciones la riqueza de esa tradición. Los monasterios no eran simplemente lugares de oración. Los monasterios eran también lugares de civilización, de cultura. Lugares que proporcionaban determinadas seguridades y una forma de organización política. Eran realidades fuertemente insertadas en su contexto social. Todo esto se ha perdido.

Una de las grandes y recurrentes tentaciones es la del milenarismo: «el mundo se acaba, todo está corrompido»Armando Pego

– Dentro de Poética del monasterio, usted cita a muchos autores. Uno de ellos es John Senior. ¿En qué coincide usted con Senior?

– Me siento muy cerca de John Senior, en cuanto a su reivindicación de la cultura clásica para la formación de lo que antaño se llamaba el caballero, la dama cristiana. La formación de un tipo humano en el cual todas las dimensiones de la vida estaban equilibradas, articuladas en espacios físicos y simbólicos, con naturalidad. Senior ha sido una pieza fundamental en el ámbito norteamericano para la recuperación de las vocaciones monásticas.

Poética del monasterio. Ediciones Encuentro

– También cita a Rod Dreher. ¿En qué se diferencian?

– La diferencia entre mi propuesta y la de Dreher quizá consiste en la distinta imagen que nos hacemos del monasterio. Para Dreher, es preciso acogerse al Arca de Noé para atravesar la tempestad de nuestra época, poniendo así las bases de una futura restauración cristiana. Para mí el monasterio es, sobre todo, el huerto y el coro, un lugar de oración y trabajo, un espacio de tránsito —sin falsas discontinuidades— entre las realidades de este mundo y la vida definitiva de la Jerusalén Celeste. Porque el claustro está abierto hacia afuera, en medio de los desiertos contemporáneos. Una de las grandes y recurrentes tentaciones es la del milenarismo: «el mundo se acaba, todo está corrompido, ojalá que venga ya el Señor». Pero la vida eterna no es la compensación por los horrores de este mundo, sino la plenitud de la vida que Dios ha creado y cuya imagen más preciosa somos nosotros.