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Noches del sacromonteRichi Franco

Entre el domingo y el lunes, la realidad

La tarde del domingo nos asegura una necesaria bajada a la realidad

Puede que cebar el deseo con imágenes hasta su borde, sea el hábito más practicado por estos lares y en estos días: qué hacer «cuando se pueda», planear el fin de semana como si este fuera el aeródromo sobre el que nuestra avioneta de sueños posa sus alas desde el pasado lunes, o embeberse de cielo y aire azul en el que delinear un rostro, unos ojos, o una voz. Ver pasar el tiempo como quien ve pasar farolas voladoras por las autopistas que, tampoco esta vez, nos llevarán al paraíso. Ver pasar, ver pasar, ver pasar, mientras calculamos el tiempo perdido que nos queda hasta empezar a vivir con otras ensoñaciones que agoten el presente y lo consuman, hasta hacerlo desaparecer bajo esas nuevas imágenes que se esfuman ante la tozuda realidad como el humo contra el cristal de una ventana. En fin, un mareo semanal de ansias inconclusas.

Así que huir del tiempo, que es huir de uno mismo, se ha terminado por imponer como modo de vida: huir de las obligaciones, huir de las personas, huir del presente. Huir donde sea, pero huir después de terminar, acabar, clausurar y olvidar lo que no nos gusta. Anular, censurar y obviar el zumbido de moscas en la conciencia. Trastocar la inevitable deriva de los acontecimientos y creerse libre, «montándoselo bien» para «desconectar» en alguna Ítaca feliz de descanso. Pero para todo hay un límite; un bendito límite en el calendario, y no es otro que el domingo. La eterna tarde de domingo en casa, o al volver de la enésima «escapada».

Esa tarde de domingo burguesa y silenciosa, si no se ha estado trabajando. Esa tarde de domingo en la que la sobremesa no da más de sí, y el libro o la película, o la conversación se nos cae ya de las manos, porque en realidad estamos en otro sitio, anhelando, no cejando en la ligazón de imágenes y cálculos de nuestro infinito desear, y en un constante y desasosegante eterno retorno de «cosas por hacer» o que no hicimos.

Esa tarde de domingo inesperada, que se abre paso entre la fatiga de la resaca juvenil y la extraña tristeza por la inminente llegada de las mismas obligaciones de cada lunes.

Esa tarde de domingo que nos mira a la cara para recordarnos que nuestros planes, nuestros robos de palabras y experiencias, nuestras lecturas e imposturas de conocimiento, no significan otra cosa que una incapacidad total para vivir según lo esperado.

Esa tarde de domingo densa, lenta, aburrida; tarde de espera de algo distinto entre las sombras y los ecos de la fiesta o del disgusto de ayer. Esa tarde como la de ahora, como la de todas las tardes que nos ponen en nuestro sitio, y nos recuerdan nuestra absoluta incapacidad para hacer brotar del hastío de las intenciones, un poquito de alegría.

Esa tarde que arrastra como un peso la insatisfacción de las promesas y las deja en el umbral de otra nueva semana a punto de nacer. Esa bendita tarde de domingo real como el de hoy, en el que escribo sin querer decir del todo lo que diría. Tarde de domingo en la que no te veré. Tarde bendita de domingo, tarde bendita del Señor.