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Animal de AzoteaJosé María Contreras Espuny

Llueve

Reconozco que el estado del que hablo, ese que va más allá incluso de la desesperación, no es muy cristiano, pero no siempre es fácil serlo

Ahora que habíamos perdido toda esperanza, va y se pone a llover. Empezó hace un par de días; aunque, en realidad, empezó antes. En el tiempo aseguraron que venía agua, y nosotros lo tomamos con escepticismo. Son muchos desengaños ya. Cuando los meteorólogos anuncian calor, prepárate; cuando prevén viento, llénate de piedras los bolsillos; sin embargo, cuando divisan lluvia, será o no será, y por lo común no es. Aquí estamos acostumbrados a ver nubes llorosas solo en las previsiones de internet, nubes que se desbaratan conforme avanza la semana, que son apartadas por la quilla del presente. Para nosotros, sedientos pobladores de la campiña andaluza, la lluvia es algo que no le podemos arrebatar al futuro porque está hecha de su misma sustancia, y es por eso que venir viene, pero llegar no llega.

El verano, como todos los veranos, ha sido una calamidad. Allá por septiembre irrumpieron unas tormentas decepcionantes, de mucho tronar y poco llover. Luego vino el otoño, pero solo sobre el papel, ni sobre la tierra ni sobre los embalses. Octubre, como todos los octubres últimamente, quiso ser septiembre, y lo quiso con tantas fuerzas que se le puso cara de agosto. Los olivos apenas tenían un puñado de aceitunas, pequeñas y feas como cagarrutas de cabra. Sucumbieron árboles que llevaban más en el mundo que cualquiera de los vivos. Los antiguos cauces a duras penas recordaban el murmullo de la corriente. En algunos pueblos, incluso, empezaban a producirse cortes de agua.

Y ahora, a finales de mediados de noviembre, va y se pone a llover. ¿Para qué? Yo os lo digo: para nada, al menos para nada útil. Lo que al final ha caído, por supuesto menos de lo que decían que iba a caer, no soluciona ninguno de los problemas que arrastramos a causa de la inveterada sequía. Como mucho, pone una gota sobre los agrietados labios de la moribunda tierra nuestra. Es sádico. Ya nos habíamos resignado, librado de la pesada carga de la esperanza. Ahora éramos libres como pájaros, desafiantes, desesperanzados. La lluvia ni estaba ni se le aguardaba. Porque el que espera desespera, porque esperar es un modo de despellejarse.

Así, esta lluvia solo ha servido para coger nuestro sufrimiento, que ya casi se había ahogado por falta de respiro, para ponerlo otra vez en la casilla de salida. Escampará, pediremos más lluvia y el invierno, luego la primavera y desde luego el verano nos la negará. «Aquello que no anhelamos no puede ser objeto de nuestra esperanza ni de nuestra desesperación», escribió santo Tomás de Aquino, y nosotros estábamos justo ahí, por encima de la lluvia, y ahora va y llueve, y afirmo que más valdría que no lo hubiera hecho.

Reconozco que el estado del que hablo, ese que va más allá incluso de la desesperación, no es muy cristiano, pero no siempre es fácil serlo. De todos modos, el desesperar que atenta contra el Espíritu Santo incumbe, según tengo entendido, a la salvación del alma, y no es eso a lo que me refiero, sino al llover. Es más, en estos tiempos nuestros tan dados a dar por sentada la misericordia divina, y benditos sean los tiempos nuestros, más sensato parece esperar del cielo una dudosa salvación, como la de Don Juan, que una lluvia abundante y oportuna, como la que pide mi párroco cada domingo. Solo espero, eso sí, que en la vida eterna llueva como debe, al menos en la parte de la vida eterna donde acomoden a quienes hemos vivido en este secarral.