Razones para arrodillarse
Creemos en nuestro propio ruido, hasta que la vida real, afortunadamente, nos arrodilla sin contemplaciones
Todo es muy bonito cuando el viento a favor nos lleva en sus alas y los acontecimientos nos elevan hacia una visión ligera de las cosas que luego, unos párrafos más adelante, veremos que pesa un poco más de lo pensado.
Mientras todo va según los cálculos, la vida no muestra del todo su rostro. Está como de perfil sin mostrarse por completo, como todo lo misterioso y lo inmenso; de ahí que, en la inconsciencia, podamos llegar a emitir esos juicios de valor que unos años después nos sonrojarán al recordarlos, si no se está absolutamente ensoberbecido y se ha observado mínimamente el mecanismo desconocido de la vida.
Mientras todo va bien, nadie se queja. No hay ni un lamento y la fiesta sigue su curso, al mismo tiempo que vamos aprendiendo a esconder las miserias detrás de un discurso bien aprendido con conferenciantes de pseudocristianismos moralizantes y perfeccionistas que te asignarán un enemigo de oficio contra el que batallar. Pero esto es porque, realmente, vemos muy poco, o vamos viendo progresivamente. Permanecemos tuertos en una posición ingenuamente infantil, sin menospreciar por supuesto a los infantes, que su ingenuidad bendita es la de quien se sabe querido y vence las batallas en brazos de sus padres para después ir perdiendo, poco a poco, su estado de beatitud original.
A la ingenuidad que me refiero es a esa tonta inconsciencia nuestra, que nos coge ya más «talluditos» y resabiados. Esa inconsciencia en la que ya conocemos el reverso de la trama, que nos obligaría a medir el verdadero fondo de nuestra humanidad pero no lo hacemos, decidiendo vivir dentro de nuestro propio ruido, dentro de nuestras voces, dentro de nuestra fuerza de voluntad, sordos y ciegos a los signos que la realidad nos deja como miguitas de pan tierno en el camino.
Querríamos vivir a lo grande, vivir sin peso y sin obligaciones. Vivir la imágenes que agotan nuestra fantasía. Vivir más, vivir mejor. Y sin embargo, siempre hay algo que lo impide: un muro invisible, una circunstancia inesperada, un volantazo, un golpe de «mala suerte», una enfermedad, un triunfo mal digerido o un pertinaz brote de aburrimiento entre el amor y otro desamor.
Querríamos vivir sin traumas, esto es fácil decirlo; vivir en otro sitio, vivir las aventuras que quizá no pudimos en su momento. Vivir a lo grande, vivir más tiempo. Y sin embargo la realidad nos dice cosas que se pierden en ese ruido ansioso, en ese agotador trajín de la mente inventando un nuevo sentido, un nuevo obrar, una nueva maquinación, una nueva moral, o un nuevo culpable de nuestros fracasos.
La realidad, si alguna vez consiguiéramos salir un poco de nuestro ruido, nos diría que no basta con ese movimiento del deseo, ni basta la voluntad de sostenerlo para que no decaiga, como (no) vemos a diario. La realidad nos diría que esos deseos insatisfechos engendran otros inmediatamente, en una inevitable rutina voluptuosa de subidas y bajadas del sentimiento, o de calentura y enfriamiento del corazón. La realidad nos diría, si estuviéramos un poco atentos, que somos animales que esperan siempre una cosa distinta a la que tenemos, y que no nos podemos dar completamente, o de un modo más intenso.
Y es ahí, precisamente, donde yo me arrodillo. Me paro y me arrodillo en esa enternecedora incapacidad nuestra, en ese ruido en el que nos escondemos para seguir esperando como se espera una llamada, un mensaje, una palabra, una caricia, un afecto, un acontecimiento liberador, un nuevo rostro; como animales hechos de espera de algo nuevo, impacientes por ser correspondidos sin saber que hay otro más grande que también espera, ya que él mismo es su inventor. El mismo inventor de todo aquello que anhelamos en la espera. El mismo creador que, impaciente, se adelanta y viene atravesando el ruido, el dolor, el aburrimiento, la persistente apatía y el escepticismo que nos ha amaestrado como perros con los años.