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Santiago Huvelle

La cocina: un lugar privilegiado para rezar

Es en la familia donde de forma más intensa y sostenida se nos dice –como si se tratara de un conjuro que nos hace aparecer en el mundo–: quiero que seas tú

Desde que cambiamos la mesa de la cocina por una más grande, esa genialidad arquitectónica que conjuga los fogones y la digestión se ha convertido en mi lugar favorito de la casa. Allí la familia se congrega en los dos momentos fundamentales del día, el de la partida y el de la vuelta a casa. Allí los niños hacen por la tarde sus deberes, y mi mujer despliega cada mes una cartulina donde dibujar el calendario. Allí, entre el humeante café y la manzana «cortada sin cáscara» para uno, «entera con cáscara» para otro, van transcurriendo los días, escenario de rutina donde la vida se desenvuelve.

La mesa familiar es mucho más que una tabla sobre la que situar alimentos. Dice Fabrice Hadjhadj en ¿Qué es una familia? que es un artefacto muy superior, por ejemplo, a la tableta electrónica. La mesa familiar nos permite situarnos unos frente a otros interponiendo entre nosotros la distancia necesaria para la intimidad, la distancia necesaria para que asome el rostro y se produzca en nosotros el reconocimiento. Un reconocimiento sin el cual no podemos vivir, tan necesario como el pan. Se trata de un volver a ser, una y otra vez, requeridos, incorporados, sostenidos. El filósofo Emilio Komar dice que la familia es un habitar en la ternura, donde cada uno de sus miembros es como perpetuamente concebido, porque al querer a una persona queremos que sea, queremos que exista. Es en la familia donde de forma más intensa y sostenida se nos dice –como si se tratara de un conjuro que nos hace aparecer en el mundo–: quiero que seas tú.

Fue allí, sentados en la mesa de la cocina, entre la cocción del arroz y las tareas de Ciencias Naturales, cuando mi hija mayor (6 años) hizo algo que suele hacer bastante: ponerse a discurrir de teología.

–Mamá, ¿Juan se va a morir pronto?

(Nota: Juan, su hermano de tres, es especial, algo que su hermana fue paulatinamente descubriendo con el pasar del tiempo. Juan no come por la boca, no habla, no camina. Y tiene una expectativa de vida en principio, de muchos años, como un niño más).

–No, Juan va a vivir muchos años.

–¿Y cuando muera va a ir al Cielo?

–¡Sí, claro!

–¿Y cómo va a ser en el Cielo?

(Bien. Aquí hay que hacer otro paréntesis. Generalmente Macarena consigue ponernos en aprietos teológicos. Como cuando nos preguntó por la Trinidad, y entre ejemplos y explicaciones, mi mujer y yo acabamos exponiendo cuarto o cinco herejías, y fuimos arrianos, nestorianos, monofisitas, y creo que un poco socinianos).

–Pues… lo veremos venir a nuestro encuentro corriendo, y querrá contarnos muchas cosas y…

–Pero mamá —dijo haciendo un silencio muy elocuente— yo no quiero que cambie.

Exacto. Una forma sencilla y sin rodeos de expresar lo que los filósofos decimos con muchas vueltas y dificultad. Te quiero o lo que es lo mismo: quiero que seas tú.

Y esta verdad fundamental y necesaria llega también, de algún modo en el otro acto fundamental de la mesa familiar, aparte del hablar: el comer. Lo cuenta magistralmente Emily Stimpson en su obra La Mesa católica (Trad. Aurora Pimentel, CEU ediciones 2021). La autora cuenta cómo en su juventud padeció un trastorno de la alimentación grave, que le llevó a perder muchos kilos poniendo en grave riesgo su salud. Llegó a darse cuenta de que, en el fondo, lo que quería quitarse con cada kilo que perdía era aquello que odiaba, su propio cuerpo… y si profundizaba más, su odio se extendía hasta su mismo ser. Y aun siendo consciente de esta locura, no podía detenerla, no podía pararla. Hasta que un día, volviendo a la banca de la Iglesia con la comunión todavía íntegra en su boca, cayó en la cuenta de que Dios no solo se le entregaba amorosamente en alimento, sino que la amaba tanto que quería hacerse uno con ella, hacerse su cuerpo, ese cuerpo que ella tanto despreciaba. Desde aquel día, su relación consigo misma y con los alimentos dio un giro radical: se volvió sacramental.

En la mesa familiar puede oírse, cada día, los ecos de esa Voz que nos hizo salir de la nada al mundo. ¿Se entiende ahora por qué la cocina es mi lugar favorito de la casa? Pues eso.