Fundado en 1910
A verEnrique García-Máiquez

La caridad engorda

Esta Navidad volveremos a comer como si no hubiese Año Nuevo, y no estaría bien que llenásemos la mesa de protestas y lamentos por la línea perdida

Hay muchos santos de altar que no encajan en la imagen del asceta nervudo, de pellejos y tendones, dándose secos coscorrones en el pecho con una calavera. No es que no encajen, es que rebosan. El Aquinate es el caso sumo, luchador de la suma Teología. También abundan las monjas de clausura redonditas, los monjes cual felices toneles y los canónigos que parecen salidos de una novela de picatostes con chocolate de Gabriel Miró. Entre los laicos también los hay de todos los pesos y tamaños, si lo sabré yo. Chesterton, que todavía no es santo, aunque nosotros nos entendemos, va, felizmente, a la zaga de santo Tomás en todas las dimensiones. Como nuestro sí es sí y nuestro no es no, no le echamos la culpa ni al metabolismo ni al tiroides.

En cambio, el otro día un querido y últimamente ensanchado sacerdote contaba sus cuitas. Oyéndolas, deduje que la caridad engorda, y él asintió a mi silogismo con un alegre suspiro que hizo tremolar sus henchidos mofletes. Sucede que muchos feligreses, y algunos conventos, sabiendo que ahora vive solo, no dejan de enviarle ningún día varios recipientes de comida. En principio, engorda la caridad ajena.

Aunque enseguida entra en juego la propia. ¡Cómo dejar de degustar lo que con tanta ilusión le han ofrecido! Hay que dar enseguida las gracias, ponderando la excelencia culinaria. Ha comprobado el sacerdote que la santidad de sus benefactoras no llega al extremo de desprenderse despreocupadamente de sus tápers. Urge devolverlos, perfectamente fregados. Así que trata de vaciarlos rápido.

Y de rebañar, porque tirar comida es un contradiós, y más para los de nuestra generación, cuando no había cena en que los mayores no pusiesen ante nuestros ojos el hambre de nuestros coetáneos de África. Además, mañana volverán las alegres cacerolas a tocar a la puerta. Las cacerolas, algunos embutidos, una empanada, los dulces tradicionales y una tabletita de chocolate, como poco.

Ese régimen se complementa con las invitaciones a casas de amigos, que se esmeran, y hay que corresponder con buen apetito. Otros prefieren o requieren una charla discreta y distendida, cara a cara, pero siempre con una copa de vino y una tapa o tres.

Los laicos también sentimos las demandas gastronómicas de la caridad. ¡Cuántas veces hay que sentarse a la mesa familiar sin ganas, pero porque toca, y es la hora de la tertulia familiar! ¡Y dejar claro que se valora mucho, muchísimo y diría que todavía más lo que llega a la mesa! Lo bueno por amor a la verdad y lo menos bueno por amor a la bondad. También tenemos amigos que tienen deseos de vernos y no es nunca haciendo jogging o dando un paseo, sino en el aperitivo o almorzando o cenando y tomándose la penúltima o en una fiesta con tarta de cumpleaños y todo… Detrás de una apariencia insalubre de bon vivant y epicúreo exagerado suele haber muchísimo sacrificio y abnegación. Del mismo modo que detrás de un tipo escultórico conseguido a base de sudores, ayunos y mortificaciones, podría agazaparse la vanidad.

No siempre, por supuesto; y, en cualquier caso, yo agradezco también el evidente favor estético que nos hacen los y las de los tipos exquisitos. Lo último criticar a nadie. Y menos cuando el buen sacerdote amigo celebraba la caridad hipercalórica tanto, sobre todo, por caridad conmigo, que, al final, me di cuenta.

Esta Navidad volveremos a comer como si no hubiese Año Nuevo, y no estaría bien que llenásemos la mesa de protestas y lamentos por la línea perdida. Son fechas de alegría y de hacer felices a los demás, especialmente a cocineros y reposteros, que lo dan todo. «Misericordia quiero, no sacrificio», dijo Jesús, con un guiño, porque Él sabía que no hay mejor ni mayor sacrificio que la misericordia. En estos tiempos quejumbrosos, malencarados, estrechos y gastronómicamente puritanos, comer con ganas es una oración quintacolumnista.