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Animal de AzoteaJosé María Contreras Espuny

Los niños traen plásticos al mundo

La fresita de toda la vida, de apenas dos pulgadas de tamaño, metida en una puñetera bolsa, una bolsa solo para ella, para que no se agobie

Los niños traen consigo bullicio, incertidumbre y alegría. También sustos, orgullos y algunos momentos entrañables. Pero sobre todo traen plástico, toneladas y toneladas de plástico. De hecho, entiendo que los ecologistas se opongan al nacimiento de sus semejantes. Una familia numerosa que viva con el piloto automático, y sin piloto automático no sobrevive una familia numerosa, al cabo de un año genera plástico como para formar un archipiélago en el océano Pacífico. Cuando acabe la crianza de mis cuatro hijos, quizá contemos con nuestro propio continente. Contreralandia.

Claro que la culpa no es de los niños, sino del sistema, y con el sistema me refiero sobre todo al Mercadona. Para dar de merendar a la chiquillería, es inevitable comprar matrioskas de plásticos: un plástico que envuelve otro que envuelve otro que envuelve un pequeño cruasán. El niño merienda dos cruasanes, para lo cual ha tenido que tirar seis envoltorios. La prole merienda, pero quien acaba ahíto es el cubo de basura. Podría darles un bocadillo, que parece algo como menos neocapitalista, y a veces lo hago, pero el resultado es el mismo, porque el pan del plástico viene, y lo que vayas a meterle dentro de otro plástico sale. El Mercadona nos conecta con el polvo de puré de patatas hecho en Alemania, la nocilla marca blanca fabricada en Bélgica, los pimientos rojos cultivados en Perú y los langostinos criados en Ecuador, pero después es el plástico el que nos conecta con el Mercadona. No hay alimento sin Mercadona ni hay Mercadona sin plástico.

Otro problema es el agua. Los niños son picarones y saben que un padre les puede negar prácticamente todo, a excepción del agua; habría que tener entrañas de pedernal. Por eso, basta pisar la calle para que los niños, más jauría que rebaño, empiecen con la cantinela de la sed. Así que hay que llevar botellitas. El Mercadona las vende en paquetes de seis. Cada niño debe tener la suya porque se niegan a compartirla. Sus razones tienen. Como son torpes y no muy limpios, en el acto de beber suelen meter en la botella más de lo que sacan, así que el contenido adquiere al segundo buche un tono parduzco nada apetecible para sus hermanos. Cada uno de ellos, entre extravíos y deterioros, consume un par de botellitas por semana. Y lo más sangrante es que con las botellitas no estoy comprando agua, que sale del grifo, sino el continente de plástico. Hazte con unas cantimploras, dirán, pero entonces tendría que costear entre diez y doce cantimploras a la semana. Además no sé si las venden en el Mercadona.

Tres cuartos de lo mismo con los cumpleaños, cuyas celebraciones menudean a estas edades a razón de seis o siete al mes. Los niños llegan eufóricos, generan su montonera de plástico y vuelven empachados; últimamente con un cucurucho de regalo para que puedan seguir la fiesta en casa. A no dudarlo, el cucurucho es de plástico, pero el colmo es que en su interior cada una de las chucherías está rodeada de plástico a su vez. Una gominola con forma de fresa, la fresita de toda la vida, de apenas dos pulgadas de tamaño, metida en una puñetera bolsa, una bolsa solo para ella, para que no se agobie.

Habría que parar todo esto, pero los niños no lo van a hacer; el Mercadona tampoco. Quedaríamos nosotros, los padres. El problema es que supondría complicarse la vida a base de bien, desconectar el piloto automático. Se necesitaría un sostenido acto de heroicidad, y lo único más difícil que hacer el héroe en la briega de entresemana, es hacerlo en los días de descanso, más aún cuando, con niños pequeños, nada hay más descansado que un lunes. Sin embargo, algo habrá que hacer: primero por el mundo que Dios nos prestó y que estamos convirtiendo en un estercolero; segundo por los hijos, que ya desconfían de todo aquello que no venga con su membrana de plástico; y, sobre todo, por fastidiar al Mercadona, piedra angular de un sistema que me tiene, no sé a ustedes, esquilmado y asqueado a partes iguales.